No soy tan guapo como Robert Redford, pero tampoco soy el hombre elefante. Hace unos días me invitaron a una cena de antiguos alumnos y, después del encuentro, he dejado de creer en la justicia poética. Como si hubiese entrado a la cantina de Star Wars, allí estaba la caducidad misma de la vida. Calvos, barrigones y orondas cinturas que alguna vez fueron ombligos sensuales de animadoras para el equipo de fútbol se dieron allí cita. A mí me vino una subida de autoestima cuando comprobé que mi deterioro había sido aceptable, si lo comparaba con las antiguas reinas del baile de fin de curso, que se habían convertido desgraciadamente en portátiles franquicias de Navidul y Campofrío, en tristes mujeres, la mayor parte de ellas, divorciadas, adictas a la homeopatía y al Orfidal, que alguna vez amaron en serio a sus maridos.
Los papichulos que se morreaban en el pasillo con las quinceañeras más espigadas y desarrolladas de sexto no habían envejecido como Tom Cruise o Julio Iglesias, sino que los pliegues de lo que alguna vez fueron abdominales hercúleas eran ahora el antes de esos anuncios de madrugada que promocionan potros de tortura para tener el culo prieto. Ninguno de los que allí me vieron sabían que la posmodernidad, además de Bowie y OT, trajo el bótox y la silicona. Muy triste. Dejé el antro antes de que terminara el disco de OBK y respiré hondo, y me alegré de mis cuarenta, y de mis horas en la cinta andadora escuchando a Bruckner.
Si decides alguna vez asistir a una reunión de este tipo, agárrate los machos y haz una dieta disociada durante dos meses o mentalízate y apuesta por el quirófano: mejor ser una Kardashian que el doble de Falete. Digo yo. O haz lo más económico y prudente. No vayas y húndete en un mar de Whoppers y Doritos esa noche en la que otros celebran que los viejos tiempos ya son tristemente una enfermedad incurable.
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