No te mires al espejo que te señalan los padres. Aquel hombre no llevaba paracaídas. Era tu padre, experto en hiperestesia y en bestiarios medievales. El otro, un amigo llamado Francis, era un amante excepcional siempre que hubiera algún psicotrópico bajo la lengua de aquellos jóvenes que aparcaban sus bicis en los aseos de Central Park. Una vez viste su traje de mujer y sus viseras de nácar. Era Francis, de las botas verdes y de los rosáceos dedos, que desayunó en la misma mesa con tu padre, con el relojero asesino y con el conejo florista. Tú, como no habías hecho la comunión, mirabas la lluvia, la incansable lluvia que nos purgaba con la camisa de fuerza incluso.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Tu Opinión es Importante, Deja Tu Comentario: