Pasaba las vacaciones de verano con mi familia en Agde, al sur de Francia, donde desemboca el río Heráult. Dormíamos en casa de mis tíos maternos. Rodeado de viñedos, montaba en bicicleta todas las tardes. Tenía siete años. Recorría un camino que atravesaba campos abandonados y rizados de maleza. Durante cuatro años, estuve pedaleando incansable bajo las sombras de moreras y chopos que crecían en sus márgenes. Muchos de los que reían conmigo allí, bajo las parras, ya no están. Como mi abuela, como mi padre.
Luego vinieron los años en el internado, en el instituto, en la Universidad. Aprobé las oposiciones y ahora enseño Literatura en la Universidad, en centros de formación, en institutos. Mis tíos ya no viven allí. Mi hermano que, por entonces, no sabía apenas hablar, va a casarse en marzo. Hace dos días, con motivo de ambientar una novela en Agde, acudí a google maps. No sé por qué lo hice. En breves segundos, me encontré en la carretera y ahí estaba el camino de Chemin de la Prunette, con los mismos árboles, la misma piedra mohosa a un lado del chopo más alto, las mismas sendas que se perdían entre la hierba amarilla. He sentido terror y felicidad. Todo permanece en ese estado de inmersión como si esperase al niño de la bicicleta. Nada regresará de aquello. Fui feliz allí y, al mirar a mis hijos, presiento la impotencia, la oscuridad de este relato que, para otros, no debe significar nada, aunque a mí me embargue una sensación de pérdida y una voluntad de huida incorregibles.
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