Lo que me vendió el hojalatero fue una piel de acero y una escudilla de plata. No quería nada de eso para la hoguera de los cruzados. Arderían a media noche entre macabros rezos, odiosos e ignorando que el más allá estaba sumergido en cenagosas aguas. Los perros penetraban la húmeda espesura y el canto del chotacabras impedía el avance de la escoria. No me he portado bien con algunos de esos cruzados que, atados al mástil, piden clemencia. No me he portado bien con ellos ni con la madre que quiso cerrar la puerta una vez que la realidad la desquició.
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