Al acercarme a los ensayos de Viktor Frankl o a los de Elisabeth Kübler Ross para averiguar razones sobre la enfermedad y la muerte, uno parece rebelarse contra esa indefinición que muestran esas indagaciones. Necesitamos egoístamente que la vida sea meramente una transición y no una claudicación definitiva. En esa búsqueda incesante de interrogantes y delebles respuestas que cambian según nos adentramos en autores y experiencias, la voz de María Zambrano surge como una desafiante actitud ante lo efímero, cuando sus pensamientos filosóficos se funden en una literatura que eleva cualquiera de sus escritos a una poesía existencial que profundiza, entre la ficción y la experiencia, en esos temas de índole metafísica. La vida es siempre perdurable en la escritura, inalcanzable y hermosa al mismo tiempo como concepto a desentrañar.
Porque no es importante la finalidad de la vida o esa burda resistencia a morir. Las palabras del regreso, publicado en Cátedra en 2009, recoge fragmentos de esa herencia intelectual que nos dejó Zambrano, donde lenguaje literario y ansia de vivir son la misma voluntad. No es fácil esa empresa en la que lo filosófico alcanza lo poético y lo literario se transforma en pedagogía sin caer en preceptos y sistemas conceptuales. Por desgracia, nuestro mundo se ha llenado de pseudofilósofos, falsos profetas y vendedores de ungüentos que, con frases enigmáticas y edulcoradas, parecen tener respuestas para todo.
No es el caso de María Zambrano. Su exilio, su inconformismo y una extrema sensibilidad a lo que se percibe y se intenta conocer exhaustivamente convierten su literatura en un proyecto de vida para el que la escritura es compromiso y un pensamiento inexcusable, si queremos sobrevivir felizmente. Como explica Mercedes Gómez Blesa en su introducción a estos textos de Zambrano: “Ser hombre, por tanto, es una decisión de la voluntad, es una tarea ética que implica dar cuerpo a una finalidad que se manifiesta en forma de vocación o de destino, y que no puede ser suspendida, si no se quiere vivir en una total enajenación” (pág. 15). Si vocación y destino son la misma inclinación que nos mueve a vivir, se comprenderá que el pensamiento compone el universo, su belleza irrefrenable, con la que nos evadimos, asumiendo que su realidad es suficientemente enriquecedora para olvidar por momentos las supersticiones y los dioses.
Así, lo refiere Zambrano, en uno de sus ensayos que versa sobre el verano: “La primavera aparece irrumpiendo como si no supiese que hiciera crecer la hierba y hasta hacerla audible, a poquito que crezca. Toda una combinación de sentidos se presenta, la eclosión de un reino que por momentos, a quien la vive y la siente, le hace temblar porque no sea de este mundo, y a ella misma, a la primavera, se la ve temer por lo más bello y codiciado de ella, la flor” (pág. 148). En esa participación del sujeto en la naturaleza que mueve todo, la escritura se fija como un lastre necesario para hacernos sentir las infinitas posibilidades de auscultar aquellas resonancias que el signo, la palabra, extrae con tanta dificultad de lo que nuestros sentidos aprehenden con nerviosismo y torpeza: “El libro no es sólo una colección de pensamientos, ni siquiera la forma privilegiada del pensar. Es un ser viviente, con todo, en los casos privilegiados, que implica al ser viviente. Se nota su presencia física, respira ante todo, irradia, tiene número, o está sometido al número, al peso y a la medida. (...) El libro está, pues, de pleno, en la physis. Sin él, algo faltaría en la creación. Una criatura nada menos. Y el libro es ante todo, buscado, saboreado, y despide un particular olor. (...) Una hoja de un árbol podía ser un libro, y en ocasiones lo es.” (pág. 185).
La sencillez de su prosa se vincula a esa esencialidad de una filosofía en la que el concepto, la sustancia, predomina sobre las teorías y los accidentes. Su complejidad reside en esa capacidad de sintetizar y de declarar llanamente sus inquietudes, dejando que lo insondable, aquello que no han resuelto ni científicos, ni filósofos, quede a la luz de la poesía como, si en ese lenguaje insólito y simbólico, existiera alguna manera de enfocar las cuestiones que tanto nos llegan a herir: “El terror al pensamiento y el prejuicio contra la belleza que el propio pensamiento puede tener se aúnan, logrando sucesos tales como el que un texto que contenga un cierto descubrimiento filosófico expresado sin una forma lograda, como acontece con todo descubrimiento, sea considerado un espléndido escrito literario. Y así se da rienda suelta al doble maleficio que condena al pensamiento y a la belleza, pues que así se menosprecia aquel descubrimiento a medias logrado, impidiéndolo crecer, mientras que se confunde la belleza literaria con lo que puede ser estrechez de forma o también la ampulosidad de una ya usada retórica” (pág. 192). Regresar a las palabras de María Zambrano es involucrarse en un pensamiento literario que no descarta los motivos existenciales que mueven a escribir al filósofo. Sin embargo, la escritura y su forma no dejan de ser ese “mostrarse a sí mismo” para ofrecerlo a los demás como un corazón en llamas.
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