No eran eternos esos días de penitencia en los que escuchábamos a B. B. King. La luz fluía entre nuestros dedos y cada libro que conservabas sobre la mesa era un regalo de ella. Pero a mí me tenías porque el miedo a que dejara de escucharte podría conducirte a hacer alguna tontería. Me mentías sobre esa escritura que, sin parecerse a la de John Dos Passos, reunía muchos de sus elementos. Los puertos, el malditismo y esa fragancia a alcohol y salitre lo impregnaban todo. Me besabas la espalda según pasaba las páginas y la voz de B.B. King se perdía entre las columnas de cieno que tanto prosperaban cerca de Manhattan.
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