Fotografía de Luis García Pérez |
No creo ya en las cosas que provienen de mis ojos.
Pero la luz nos unge, le dije.
Yo no soy la luz. Ni soy luz.
Su humeante voz se apagó
cuando divisamos al enjuto hombre.
Gastadas manos temblaron. Contrajo los nudillos.
Nada que es humano
debería pertenecer a este mundo.
El ahorcado no nos reveló su rostro.
Vomito sobre los mismos lodos,
escapo a las alimañas que hieren los espinos.
Si volviera a habitar este baldío
sería ese búho untado por la ceniza
cada noche, heridas en los troncos de olivos
que no cauterizan.
III
No soy quien veis sobre la piedra.
Ellas, que circundan mi cadáver,
desconocen que acabo de emerger
del hediondo humus.
IV
Su repercusión sobre la superficie
todavía persiste en el húmedo espacio:
bosques o lacerantes espinos esconden la quijada.
El hombre voluntarioso asestó el último golpe
y vibró el mamífero como en su primera exhalación
cuando sus ojos escrutaron la negritud de la sima.
No eran las informes materias, ni el efecto clarividente
de los opiáceos, sino excrecencias del recuerdo
que determinaron el sacrificio de quien tuvo por un hijo.
V
Eres un vencido,
la pisada es cada vez más profunda.
No quieres salvarte.
Te abriga la luz y meditas:
¿Por qué han muerto estos animales?
No hay nada tras estos signos
que, como un vino salino, viertes a la profundidad.
Las lianas te encuentran y la seca maleza
todavía humea. Eres un vencido que rescata
en sus ojos la rotunda devastación.
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