Revelan la vanidad que encierra el miedo a morir
Mi artículo en Mundiario sobre las pinturas de Francis Bacon.
No se puede desentrañar aquello que convulsiona. Acabo de leer el ensayo de Michael Peppiat sobre la obra de Francis Bacon. Desde mi adolescencia, me han acompañado sus pinturas sin evitar el recelo al miedo que sus texturas procuraban. Soy consciente de mi muerte cada día, reconociendo que cualquier intento de buscar una posible trascendencia a mi existencia es inútil y una pérdida de tiempo. Pero la lectura del magnífico discurso de Peppiat me ha obligado a revisar litografías y fotos del pintor irlandés y ha reavivado en mí un inusitado pavor hacia la finitud de mi vida. La violencia de sus lienzos manifiesta una aberrante fuerza que emana del interior de sus figuras, devoradas a sí mismas por una apasionada mezcla de necrofilia y canibalismo. La consideración del hombre como un objeto demasiado sencillo, instintivo, que necesita la inmolación para escapar al sufrimiento, a lo que depara la vida en su mismidad, es siempre reciente una vez que te enfrentas a sus retratos y crucifixiones.
Lo que me conmueve de Bacon es esa execrable dependencia de la pintura para exorcizar sus demonios, su cordura para reinterpretar cada obra, el parasitismo hacia sus amantes, su admiración hacia Velázquez y Picasso. Lo que me transmite su lenguaje es esa certeza de cuán inútil e insignificante llega a ser la perdurabilidad al lado de los tuyos y el exceso de vanidad que representa el miedo a la muerte. Y, sin embargo, ante estos terribles presentimientos existe un vitalismo inherente en la proyección de sus trípticos, en su forma de concebir al ser humano, como si la pintura de Bacon fuese demasiado sincera, hasta el punto de decirnos que el arte es un fraude para olvidar que vamos a morir.
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