domingo, 5 de enero de 2014

La piel que habito, de Pedro Almodóvar


    Cuando la polémica mediática a propósito del cine se ha convertido, por su subjetivismo, en un género, cualquier película, más allá de sus formalismos y contenido, se convierte en una apología del victimismo. Y hoy voy a ser subjetivo, prosaico y pelotero, en pos de un director de mis desvelos cuando todavía yo, siendo un infante, no había descubierto más virtudes fálicas ni ningún réquiem. Ante el alud de malas críticas que ha recibido La piel que habito, parece mentira que reputados columnistas insistan continuamente en cambiar a Almodóvar y convertirlo en un discípulo de Orson Welles. 

   A mí me gustó la película y a mi madre también. Nos gustó porque sigue penetrando en conceptos de una controversia moral que la posmodernidad todavía no ha superado y nunca superará, y no me refiero al transformismo o a la transexualidad, sino a la culpa y a la condena hacia uno mismo y hacia el otro. Almodóvar toca las teclas que sabe que gustan al público de pose izquierdista, que no de izquierdas, y al intelectual ególatra y afrancesado: citas explícitas a escultores y pintores, estilismo frente a decorados, personajes melodramáticos que se repiten en su cintas y en las de la comedia americana, digresiones que dejaron de serlo hace mucho en su cine y un largo etcétera. Claro está. Me sigo quedando con la película de Georges Franju, Los ojos sin rostro, me parece más creíble, abismal y poética. Lo de Almodóvar es un sucedáneo en celofán, bonito y resuelto que, para lo que hay en las salas, demasiado bien está.

    En la peli de Almodóvar, hay falta de profundidad y de verosimilitud en los personajes, sí, es cierto, y con toda la intención; al igual sucede con el efectismo gratuito y explícito de planos, encuadres y flash-backs. No hay puntos de inflexión en la carrera del director, ni siquiera con Todo sobre mi madre, pero, en el caso, de La piel que habito, nada nos deja indiferente y esa gratuidad de excesos y la frivolidad de los sentimientos más pasionales y trágicos son una necesidad en esta clase de argumento.

    Pero es que el esperpento, como la realidad, es eso, la muerte con miriñaque, un cadáver en el maletero de un coche y un hombre condenado a ser mujer en manos de un médico que no acepta el suicidio de una hija. En la vida las cosas no salen como uno quiere y esta película lo demuestra, y el asesinato y la venganza tienen más de paródico que de obra cumbre y culminante. La tramoya, el diseño futurista de los espacios, la vanguardia de la estética que presenta Elena Anaya con sus semidesnudos y sus ejercicios gimnásticos brindan con la opereta, con el cine de Lynch y Cronenberg, y con muchos tebeos que he leído y que ahora no recuerdo.

    Y quiero ir más allá; la película ha sido configurada para no gustar al crítico, para que el crítico regurgite tristemente sobre lo indecoroso y la falta de perfeccionismo del creador, y ahí radica la grandeza de Almodóvar, que, al ser tan genuino, tan artificialmente genuino, se copia a sí mismo para joder a Boyero. Que nadie espere que Almodóvar cambie con los tiempos, Almodóvar no es David Lean, ni Wyler, ni Camus. Es, como mucho, Almódovar, casi Almodóvar.

No se pierdan este folletín con esmalte permanente.

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