Sobrecoge la extensión
de aquellos espacios que nuestros ojos descubren parte a parte.
Entregados a un mundo que el lenguaje ni siquiera puede concretar,
los lienzos de Turner, ya desde sus comienzos, inciden en esa
incapacidad de construir la totalidad desde nuestra percepción.
Sus texturas y mezclas, los difuminados y trazos sin contornos,
proponen un modelo de mundo que advierte de su completitud, de su
vastedad inexplorable, de su inacabamiento.
Quizá en ese
reconocimiento de la derrota, la pintura de Turner exhibe su renuncia
a la figuración, como un tributo al caos donde, sin embargo,
surge un orden cuya promesa en el cuadro refleja que la realidad
existe desde nuestra construcción imprecisa, por mucho que busquemos
referentes y significados para sobrevivir y sobrellevar nuestra
existencia.
El vacío, la
albura, la oscuridad y el origen como acumulación imposible de
la materia participan de unos trazos inconstantes, sin aparente
figuración, salvo algunas pistas delebles que Turner cita
vagamente. Quizá sea esa indeterminación la que
prospera en la belleza incierta y amenazante de su cosmovisión.
El hombre, precipitado al lienzo, a los escollos de la nada,
incontable, indecible y eterna, está sobrecogido porque asume
su indefensión y el mundo que esta ahí fuera es siempre
más poderoso, versátil e impredecible que cualquier sentimiento.
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