Hoy, en clase de Primero de Bachillerato, he leído un poema de Juan Ramón. Su poesía desnuda me ha confirmado esa premonición que últimamente siento con más frecuencia. La existencia se reduce a momentos mínimos, a las cosas esenciales, a figuraciones en el paisaje que me rodean, de extrema sencillez, el árbol, un cielo lánguido, el pozo, las aves.
Parece que en mí existiese una fractura continua entre el mundo de los vivos, de los que se afanan y corren, y aquello que merece la pena ser vivido desde el sueño. Hay un apocamiento en mí que exagera, sin embargo, todo cuanto siento y, ante la necesidad de abandonar el ruido, tanto mundo y objeto, encuentro en la espontaneidad de mis hijos -y de estas palabras- razón suficiente para continuar sobreviviendo.
A este viaje definitivo he llegado y de este viaje definitivo provengo. No es extraño pensar que cada clase con mis alumnos es un punto de partida hacia la literatura, hacia su forma intensa de consumir el ocio con las palabras que hasta ellos llegan. Como esa cortina de luz que prende en sus rostros casi por la tarde, antes de que suene el timbre. No es cierto que los hombres detesten las palabras de otros hombres. Hemos maldecido la edad de oro ahí afuera, pero, aquí dentro, al amparo de la visión de Juan Ramón, algo nuevo se presiente. La felicidad es el ahora y lo que se nos escapa es tan importante ayer como hoy -siempre que sepamos que el mismo árbol y esos pájaros seguirán ahí, esperando que mueran los que alguna vez nos amaron-.
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