Mi reseña sobre Quieto, de Márius Serra. Barcelona, Anagrama, 2010.
A modo de diario fragmentado, al amparo del dolor y de la incertidumbre, la vida de un padre con su hijo, que padece parálisis cerebral, se nos presenta como una forma de conocimiento de nuestra propia existencia donde el presentismo –sobrevivir a cada día–subyace en la arquitectura de las vivencias, en su posible interpretación y desenlaces.
El escritor Márius Serra nos relata siete años de la vida de su hijo Lluís sin abusar del patetismo como otros títulos publicados con la misma temática, sino con un lirismo sutil que agradece, pese a la crudeza que arrostra a cada instante los cuidados del Llullu, la dicha de reconocer en su hijo la intensidad emocional de las rutinas, la utilidad del relativismo de las existencias cuando Lluís, y el resto de llullus no pueden sufrir o emocionarse como nosotros.
Su existencia es otra, indefinible, irreconocible siempre, sufrida, insegura y, por consiguiente, intrépida: “Él es un espejo que refleja qué cara le ponemos los demás al dolor. Hay gente que le ama y se le acerca con miedo. Otros se aferran a él, le estrujan, abrazándose a su quietud como si quisieran salvarlo de un naufragio. Incluso quien intenta mostrarse indiferente lo hace con una indiferencia forzada” (pág. 117).
La ausencia de lo que piensa y sufre inexorablemente su esposa Mercé o su otra hija Carla, salvo en algunos fogonazos a lo largo de la obra, nos induce a reflexionar que Quieto es una autobiografía del exorcismo, no de la sublimación, para revelarnos con asepsia la convivencia de Serra con su hijo, con la indeterminación y la irreversibilidad que paradójicamente definen una serie de patologías crónicas que los familiares jamás pueden racionalizar cuando la ansiedad tras la resignación, la impotencia, el maldito sentido divino de la justicia te persiguen, cuando la desesperanza sobre el futuro de su hijo lo invade todo y a todos: “No tengo conciencia de poseer un sentimiento trágico de la existencia demasiado acusado, pero desde que convivo con el Llullu cualquier detalle, por más insignificante que sea, me puede sumir en un estado catatónico que no sabría definir”. (pág. 121).
Los aforismos, imitando a Georges Perec o a Tertuliano, entre olvidar y no recordar, entre sufrir y deleitarse, sirven de epílogo a Lluís que corre en el vacío, hacia delante, siempre hacia delante, como un flujo de luz premonitoria, quizá de la fatalidad, quizá de un milagro, a través de un foliscopio realizado por el artista plástico Jordi Ribó: “Nunca podré olvidar las caricias que no recuerdo haber recibido”. Serra sabe que el autor de Quieto es Lluís, Lluís que no recuerda hablar a través de su padre, como unos inquietos ojos recién abiertos, vertidos a la oscuridad para continuar existiendo.
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