sábado, 28 de diciembre de 2013

En la radiografía apareció la piel, de Alberto Chessa

Poemas que nos redescubren Ítaca


Mi reseña en Mundiario sobre la poesía de Alberto Chessa.



   El proceso creativo en sí mismo como expresividad de un lenguaje inédito cunde en la elaboración del nuevo poemario de Alberto Chessa, editado por Huerga & Fierro. Lo que destaco desde el principio es esa esencia tribal y dionisíaca que presenta la textura de sus poemas, pues la fusión de diversos referentes míticos y poéticos es significativa en la composición del símbolo, así como la percusión de un ritmo constante, sin apenas apocamiento, cuya fuerza radica en la necesidad de que el lenguaje convoque realidades complejas, inasumibles en nuestro tiempo, aquellas que el autor considera como evocadoras de su propia identidad: lo mítico frente al ídolo, el barro frente al artificio, la contemplación frente al ocio: “He conocido ya el Kilimanjaro,/ Las ruinas de los incas y el peyote,/ El viento en alta mar, como un azote/ De Dios Nuestro Luzbel, oscuro y claro./ He conocido el fuego y el ignaro/Placer de polizón en paquebote” (pág.9).

    El poeta José Luis Zerón destaca de la obra de Chessa su carácter de modernidad y es cierto cuando entendemos la modernidad como ese sincretismo cultural que no renuncia a la tradición, sino que la inserta en una nueva estructura de temas y referentes. El componente homérico subyace en la alusividad de imágenes, siendo la mitología una referencia implícita en la elaboración del discurso que Chessa ejerce con intención de acabar con los ídolos de barro que gobiernan desgraciadamente nuestras creencias oficiales : “Vino mi perro a olisquearme./ No me reconoció. Cerró los ojos./ Vi mi rostro flotando entre las aguas./ Tampoco yo reconocí esa estela./ La luz del Mar Menor se me pegó a los labios/ Y me dejó un rasguño” (pág. 13).

    La transculturación o la mixtura de diversos lenguajes culturales construye esa Danza del Diablo Verde con la que cierra la Parte Primera, El manuscrito del Mar Menor, pues la telemaquía que impregna el regreso al hogar, a la tierra prometida, no deja de ser la búsqueda de una identidad fallida, llena de incertidumbres y de fracasos, que el poeta reconstruye para seguir adelante como acoplamiento del hombre a su sociedad, leyendo a Bourdieu. La quilla hacia las nubes, la edad cumplida, las olas embrionarias, por ejemplo, son poderosas sinestesias de quien encuentra en el lenguaje una forma de escapar hacia su propio origen, un origen transformado, necesariamente transformado por la belleza de la expresión y la semántica: “Esta tarde anubada me cabe el mar entero/ En el abdomen. Sé muy bien/ Que fui de niño un dios en cuyo sueño/ No aparecía el hombre que ahora soy./ El mar se extiende como un hule/ Y en él coloco los trebejos/ Y en él reanudo la partida” (pág. 19). Ese proceso transformador donde interviene lo transcultural está formalizado en un barroquismo, a veces sin pulimento, pues lo telúrico contrasta de forma vehemente con la elaboración de atmósferas sutiles. La fuerza de las manos frente a la densidad del humo. Todo renace en lo que siente y todo muere en lo que contempla y eso es admirable en la poesía de Chessa: “Sí, las fotografías envejecen,/ Lo mismo que envejecen los cuerpos y las almas./ No en su apariencia: en las siluetas que dibujan/ Y que a veces resultan ser tú yo./ Sabemos que el amor es verdadero/Cuando se sobrevive a las fotografías” (pág. 25).

    La Segunda Parte del libro, El pescador, es un poema largo donde Chessa persiste en esa esencia bárdica de rendir tributo a la naturaleza oral de lo épico. Lo elegiaco de este salmo nos conduce a reflexionar sobre un presente que no reivindica la creatividad de los dioses, ni la ebriedad de la palabra dicha o escrita, como si la realidad existente hubiera usurpado la realidad antojada a la que pertenece el creador, aquella donde solamente es posible la hazaña, lo instintivo, lo libertario, la sinrazón; cualidades humanas que la contemporaneidad ha marginado. El fariseísmo ha matado al hombre y el niño, como en Nietzsche, es un estado exultante para la creación. Es necesario desafiar los territorios consumados porque el creador sobrevive en la frontera: “No hay sueño que no busque su raíz, fiel, su tronco./ En qué me vi yo solo para doblar las sábanas./ El alba es la insistencia creciente de sus ruidos,/ escribe Jordi Doce./ El mañana es ayer. (...) Esta orilla pequeña donde yo espero y me arrugo./ No se sueña lo mismo en según qué posturas:/ Si de feto a la izquierda, con el mundo a la vista,/ O de cúbito prono, todo el peso en los párpados./ Quiero volver a Málaga, con los zapatos rotos/ O a pata coja, haciendo equilibrio al enfranque” (págs. 39 y 43).

    En la radiografía apareció la piel es un libro que muestra un proceso inminente de solidez en una voz poética con una entidad propia. La intención de esos versos demuestra esa evolución. A la voz de Chessa le sobra técnica y demostración de esa técnica; pronto se manifestarán, así lo espero, los visos de una depuración máxima donde la espontaneidad fluya finalmente como un “brillo de puñales". Por ahora, lo tiene claro, como Canclini: no hay por qué sostener que se perdió el significado del objeto, sino que se transformó. La cuestión es que la poesía pueda, pueda finalmente, Alberto. Enhorabuena.

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