miércoles, 4 de diciembre de 2013

Eitana, de Javier Arias Artacho

Mi reseña en Historias para no dormir(se) sobre Eitana, la novela histórica de Arias Artacho.
Ediciones Martínez Roca, 2011.

Reseña | Fuente: Muñoz Grau

   Las posibilidades de adecuar un contexto histórico a un esquema narrativo se está resolviendo en nuestro país con una cantidad de publicaciones, en muchas ocasiones repetitivas, carentes de concreción antropológica, fallidas por su frivolización del relativismo y con una inflación de datos históricos que resta creatividad y oficio a la voz del narrador.

    En el caso de la novela histórica de Eitana, Arias Artacho se ciñe con inteligencia a la creación de un melodrama ambientado en una Roma en decadencia, con un personaje femenino que sufre los estragos de un destino implacable, no ajeno al que pudiera en aquel momento sufrir cualquier esclavo de origen judío.

   Si bien la novela no profundiza con suficiente madurez en la psicología de personajes secundarios que prometen más de lo que demuestran, el ritmo es ágil y dinámico, pues Arias Artacho focaliza su talento en la estructura lineal de la argumentación, sin digresiones, y con los datos históricos necesarios para que los personajes principales sean los protagonistas de la historia. Por suerte, esta novela no es el pretexto para un ensayo divulgativo y enciclopédico sobre la historia de Roma, en el que se están convirtiendo algunas tramas narrativas que quedan meramente en esbozos una vez publicadas, por presión de las editoriales, imitando erróneamente esa genuina tradición anglosajona que convierte la Historia en un género narrativo per se; recordemos adaptaciones cinematográficas como Ben-Hur o la narrativa de Graves, por ejemplo.

   Arias Artacho no peca de estos excesos históricos; asume los conocimientos sociológicos suficientes de la época para una ambientación prácticamente casual, sucinta, porque es Eitana, la judía esclava, la que se convierte en el objeto y en el sujeto de la acción principal y de todas aquellas tramas secundarias que están justificadas por la atracción psicológica de la protagonista. De hecho, el costumbrismo se desarrolla con la motivación de las inquietudes que la biografía de los personajes permite: “La domina se dejó caer sobre la muchacha y dejó reposar la cabeza sobre su pecho. Estaba bellamente peinada, con una trenza que recorría la parte superior de la cabeza, como si fuese una cresta, hasta enlazar en la nuca con un rodete. Otras mujeres a su edad preferían peluca, pero Paulina no deseaba disimular su edad” (p. 280).

   Una de las características sociológicas que la novela desarrolla valientemente es la redención de la esclava a través del cristianismo, después de perder todo y a todos, apostando por una lectura religiosa, además de la literaria, donde la fe en Yahvé es la sublimación ante el sufrimiento de la experiencia. En el otro extremo, los ídolos de barro, que han conducido a Roma a su propia destrucción. Artacho defiende esa tesis desde el inicio de la novela, así que la esclavitud de Eitana se convierte en un rito iniciático con escabrosos momentos de humillación que la protagonista supera desde el amor epifánico hacia los suyos, arraigado en una promesa de libertad que los favores que Yahvé le infunde: “Roma se desangraba con heridas negras, entre escombros y desorden. Había templos demolidos, calles acumulando añicos y enormes edificios en pie, pero con la mueca oscura del desastre. Los hombres deambulaban por las calles habilitados a aquel caos, colándose entre las sombras de la catástrofe, apurándose a sus madrigueras como si no hubiese existido ninguna otra ciudad, como si aquel Averno les hubiese pertenecido siempre” (p. 290).

   Este dualismo del bien y del mal tan significativo en la novela es el que devalúa la calidad psicológica de los personajes, pero que es tan necesario en un melodrama, y aquí el género está bien pergeñado para el entretenimiento, acercando esta novela a la tradición de la aventura con un final moralizante en el que el cristianismo sobrevive siempre frente a una adversidad traumática y sin escrúpulos: “Todavía tengo sus gritos perforándome las orejas, mientras yo lloraba arrodillada en la cocina y él me amenazaba con seguir su castigo conmigo. Dos surcos de lágrimas comenzaron a rayar el semblante de la amanuense judía” (p. 216).

   Las descripciones y el detallismo de espacios, prendas y atmósferas se compensan con el de la gestualidad que opera en esa tensión dramática según va evolucionando la historia y que caracteriza tanto al género del melodrama.

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