jueves, 19 de diciembre de 2013

Sombras y textos (1990 - 2007), de Jaume Plensa.

Mi reseña en Milinviernos sobre el escultor Jaume Plensa.

Jaume Plensa (Barcelona, 1955)

    La escultura de Jaume Plensa explora las posibilidades simbólicas del espacio, destacando, en el volumen de sus figuras, el convencimiento de que la cosa es tan importante como la ausencia de la misma.

   Lo que existe está condicionado por su perpetuo carácter de irrealidad, de no pertenencia al mundo, salvo por ese espacio que ocupa, próximo y también anodino. Algo parecido se aloja en los versos del escultor que, a modo de breves pensamientos y aforismos, traducen la belleza de una realidad tan desconocida para el espectador como para el creador, incluso una vez acabada su obra.

   Quizá Sombras y textos (1990-2007), editado en Galaxia Gutenberg, no revele nada sobre la poderosa insinuación de las esculturas de Jaume Plensa, sino más bien lo que precede a esa forma, esto es, lo que nunca acabará por revelarse porque la realidad inacabada es mejor que aquello que se da por acabado, donde no cabe la interpretación, ni la esperanza de hallar otros significados que afronten la fugacidad de nuestra carne.

    En ese debate consiste la permanencia de la escritura, del arte; entre lo manifestado y lo que aún queda por decir, lo que no se ofrece, lo que subyace, lo que se oculta. La escultura, la palabra, sobreviven, se proyectan, son sugeridas en ese artificio, en el enmascaramiento de lo que existe en otro lugar inescrutable: “La mesa desierta parece una casa vacía:/ Su eco devuelve una y otra vez la entrecortada voz de periódicos amontonados/ en silenciosa putrefacción” (pág. 97).

   En esa indefinición, que a mis alumnos explico como inefabilidad, reside la obra, su posible concreción, su irreverente inclusión en nuestro mundo: “Puertas, ciudades, palabras, ideas:/ Lugares simétricos. Un nombre./ Una dirección./ Una llave” (pág. 51). Lo que escribe Jaume Plensa forma parte de un flujo, del mismo flujo de luz instigadora, más allá de lo inspirado, que requiere la realidad para simular su idea, frenética o extática, liviana o ingente.

   Todo queda, sin embargo, después de la obra, pues la acción de lo que vemos, de lo que percibimos, es el desastre del naufragio, los destrozos admirados, el ídolo de lo que se hemos sumergido: “Una frontera entre los labios./ Miles y miles de cuadrículas blancas/ abriéndose como hospitales: Entro en tu boca para dormir con las palabras./ Palabras como sábanas, simétricas como orejas” (pág. 15).

    Que Jaume Plensa necesite de la escritura para seguir creando nos sobrecoge porque se sabe así que su creación no acaba en el volumen de la piedra, sino que la voluntad de existir por completo está en otro asidero, en el flujo limitado de las palabras. Como una necesaria sucesión de sus formas y materiales con los que Plensa incomoda al vacío y penetra en el inquietante mundo, en su magmática inconclusión: “La vida/ gira y gira sobre nuestro cuerpo de cristal./ Nuestro cuerpo tatuado de silencio./ La vida/ gira y gira sobre la copa de cristal,/ sobre nuestro cuerpo en silencio” (pág. 73).

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