En Travelarte nos ofrecen el prólogo que generosamente trazó José Luis Zerón Huguet para mi poemario, Luz de los escombros.
Reseña | Fuente: Travelarte |
Manuel García destaca por su producción narrativa y ensayística, pero apenas se le conoce como poeta. Sin embargo fue en el ámbito de la poesía donde se inició como escritor y obtuvo los primeros reconocimientos: en 1998 ganó el Premio Nacional Creación Joven de poesía de Murcia y algunos de sus poemas han sido publicados en revistas prestigiosas, plaquetas y antologías.
Su primer poemario nos llega con carácter de singularidad a través de la editorial Germanía bajo el explícito título de Luz de los escombros, que define el carácter binario y paradójico de este universo lírico escindido entre la desolación y la feracidad, la agonía y la emotividad alejada del sentimentalismo, la cuna y la sepultura, lo diurno y lo nocturno, el fuego y la ceniza. Un primer poemario –que no primerizo- bien estructurado y orgánicamente íntegro que conecta con las narraciones y textos en prosa del autor. No existe una clara línea divisoria entre la prosa y el verso de Manuel García: en toda su obra creativa encontramos el mismo imaginario insólito, la misma intensidad, el mismo lenguaje depurado, preciso, intemporal, relacionado con la finitud, la devastación y el sentido más primario de la existencia. En realidad este poemario –como las novelas y cuentos del autor- revela cierto aire de parentesco con narradores singulares e irreductibles como Juan Rulfo, William Faulkner, Juan Carlos Onetti, Malcolm Lowry y Cormac McCarthy.
La primera de las tres secciones en que se divide el volumen (en realidad un único poema fragmentado que admite una lectura continua) está encabezada por una cita de Carlos Marzal, que sirve de breve manifiesto o declaración de principios:”… me curo de vivir en lo que escribo”. Manuel García concibe la liturgia literaria como una necesidad, como un imperativo taumatúrgico, brote de la verdad, de la propia verdad y desacato contra las convenciones, las reglas y los simulacros de la vida cotidiana. La poesía en este caso es un fiel reflejo del impulso primario, de la necesidad interna que agita extrañamente el espíritu y lo enfrenta a lo inefable. No obstante, la aventura poética no es siempre capaz de explicar el mundo en toda su complejidad y riqueza, así lo reconoce el autor en el primer fragmento del libro: Este poema resurge/ por indelebles espacios,/ es inconsistente/aunque defina cuántos vástagos de la vid/ son arrastrados por las aguas.// Esta escritura indaga aquí y ahora (…)”. La disponibilidad abierta del poeta, su situación al borde de lo irreal, choca irremediablemente con la carencia del lenguaje para alcanzar esos mundos dinámicos e ingobernables que esconde la apariencia. Las palabras nombran los prodigios tenebrosos o lumínicos que acompañan a la experiencia más cotidiana y humilde pero no logran explicarlos; y esta lucha con el verbo en tiempos indigentes tan sobrecargados de ansiedades y premoniciones, renueva el contacto con la memoria. La búsqueda de lo instintivo, lo originario y telúrico se convierte en el hilo conductor de estos poemas; todo ello en un ambiente fantasmal hecho de lugares poco acogedores y escenarios inhóspitos.
El lenguaje de este poemario es unas veces sentencioso –casi profético-, otras interrogativo: “La ardiente zarza se fundió con la niebla/cuando escribiste –el dolor no tiene raíces-“. “La escritura dura lo que la fiebre”. “Emergerá del pozo la osamenta,/ahora o entonces/ y la yegua esperará cualquier presencia/ que le recuerde al amo, aunque el fuego/alcance los túmulos del estiércol/donde pacientemente ramonea”. “No habrá fiebre ni comida para los bueyes”. “Si todo crepúsculo es sangre,/ en ningún lugar/ extasía la vida más que en estos deshechos” “¿Qué quedará después de la brumosa bocana?”. “¿Cuántos recuerdos esconden/los ojos vacíos de un cadáver?”
La voz poética se escinde, se fragmenta en otras voces que irrumpen sorpresivas en el discurso. Al lenguaje certero, clarividente, le sigue una errática perplejidad, una oscura incertidumbre ante el carácter monstruoso, terrorífico de la naturaleza incontrolada: “Somos errantes y los errantes”. La lucidez extrema deviene del caos, de lo pavoroso no domesticado, si nos atenemos a las indagaciones realizadas por Edmond Burke en torno a las pasiones (estéticas) desplegadas que él cobija bajo lo sublime.
En Luz de los escombros hay una lucha entre el aquí y ahora y los acontecimientos del pasado: la escritura trata de abarcar la vastedad del mundo circundante al mismo tiempo que establece un diálogo con la herencia (léase el magnífico poema que el autor dedica a su difunto padre –todo el libro está dedicado a su memoria-, donde el dolor supura y entona un canto enternecedor).
El anclaje paradójico, el origen irracionalista o visionario, los presupuestos asociativos, así como un sugerente hermetismo acercan este poemario no solo a los narradores anteriormente citados, sino también a poetas como Trakl, Edmond Jabés, Seamus Heaney, Manuel Álvarez Ortega, Rosalía de Castro, Sylvia Plath, Antonio Gamoneda, y Paul Celan. Por otra parte, también encontramos en estos poemas un lenguaje deudor de las imágenes surrealistas con sus asociaciones insólitas. Pero he de precisar que, aunque son posibles las comparaciones, hay en la poesía de Manuel García un tono peculiar, un trasfondo de experiencia original y exclusiva que dice de la sinceridad y profundidad de su voz. Su obsesión por lo caduco, por la podredumbre y lo calcinado, revela una carencia: la búsqueda infructuosa de lo unitario generador, del religare y la imposibilidad de decirlo todo. El paisaje creado por el autor, con sus fulgores oníricos, sus bestiarios sobrecogedores, sus zonas de oscuridad y desahucio, representa una región fronteriza de las aspiraciones humanas, umbral de las grandes incertidumbres, los espejismos y los mitos. En este espacio crepuscular donde lo caduco exhibe sus abismos y la disipación es acontecimiento, el autor nos recuerda que el mundo es fascinante en su continua renovación, y que la poesía, pese a sus limitaciones, es la forma más ardiente de la vida, capaz de mirar bajo la ceniza y habitar el barro y los escombros
En luz de los escombros hay una belleza en estado salvaje que revela el trasfondo tenebroso o esplendente que alienta en el acontecimiento más humilde o prodigioso.
La escritura poética, con su congénita inestabilidad, nunca podrá expresar con plenitud la experiencia interior del autor, pero sí dar cuenta de su gran perplejidad. ”Todo sueño es una huida inescrutable,/ no una rara ave que nos relumbrase”. La poesía de Manuel García, tan atenta a lo que nace y fenece, tan dotada para las asociaciones imprevistas, tan elocuente, pero despojada de oropeles, no admite afectos ambiguos porque no se complace en la materia de lo escrito y persiste en la constancia de la fiebre sin paroxismos ni timbales retóricos. Su misteriosa belleza proviene de la profundidad del pozo, pero la hallamos en las encrucijadas, allí donde solo es posible la apertura.
José Luis Zerón Huguet
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