El silencio, el suspense y la belleza
La película de Georges Franju nos introduce en un crisol de experiencias difícilmente verbalizables. Es esa falta de verbalización lo que nos introduce en una relato lleno de suspense, de incertidumbre, de silencios significativos en el que el asesinato, implícito en la rutina de una familia, nos inquieta de tal manera que, por momentos, parece que la película se mueve en el terreno de la ciencia ficción, de lo imposible, pero no es así.
Es inevitable pensar que los perfiles psicopáticos como los que desarrolla Franju pertenecen a nuestros contextos, a nuestro tiempo, y que el crimen es perfectamente armonizable con una vida de mesura, sobria, admirable incluso. El deseo de la belleza llega a tal extremo en la película que la muerte es un mero trámite para conseguir el objeto deseado. La moral, los preceptos religiosos, las leyes no importan; son una farsa, un artificio en la práctica del asesinato. Franju encuentra en el juego de las falsas identidades y en la sobreprotección de un padre hacia su hija suficientes motivos para elaborar un discurso eficaz, con una huella imborrable, con un efecto hipnótico duradero.
El minimalismo de los espacios, la claustrofobia evocadora y sibilina de las atmósferas, los rostros sin carnalidad, sin vitalismo y la iluminación clara, abierta, desnuda de pretensiones, consiguen que Los ojos sin rostro conformen un relato sutil, ambiguo, anclado en la paradoja, pues la normalidad de las convenciones oculta oscuras y depredadoras miradas hacia el mundo.
Una máscara blanca nos dejará perplejos a lo largo de este relato. Ese rostro sin ojos es una metáfora del enmascaramiento que padece nuestra sociedad cuando buscamos la racionalidad, la justificación y las causas probables en la actuación de una mente criminal para la que el caos es el único orden justo por el que luchar.
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