domingo, 15 de diciembre de 2013

A los que me leen. A los ausentes

    “El hombre más sabio que he conocido en toda mi vida no sabía ni leer ni escribir. A las cuatro de la madrugada, se levantaba a darle de comer a los cerdos. Era mi abuelo”, así comenzaba el discurso del escritor José Saramago el día que recibió el Premio Nobel de Literatura hace ya más de una década.

    Ahora que los recuerdos comienzan a arrastrarme hasta impredecibles caminos de soledad como de creación enfermiza, presiento que hay mucha razón también en los versos del filósofo Edmond Jabés: “Cuando en el colegio escribí por primera vez mi nombre fui consciente de que comenzaba a escribir un libro”. No hace tanto tiempo que comenzó en mí ese libro, recién salido del parvulario, al girar una cuartilla en blanco con la que adivinar mis primeras letras entre garabatos y grecas.

    De todos los recuerdos que ahora regresan a mí, ninguno es tan clarividente como que mi padre trabajó en un almacén de UDACO durante veinte años, hoy convertido en un improvisado taller de costura, agarrado a la herrumbre y mascado por los tiempos. Todos los sábados, mi padre me llevaba a la lonja del pescado a recoger partidas y canastas de morralla y sepia para las pescaderías de mi tío Arsenio. En un camión prehistórico que relinchaba y que bacheaba con cada tramo, como un naviero fantasma, pero roncón, llegábamos a la lonja para acabar los encargos.

    Tenía yo seis años.

    En aquellas costumbres rutinarias de cualquier familia de obreros con estragos económicos a fin de mes, mi madre sin embargo compraba libros que amontonaba por toda la casa y que ella apenas hojeaba. Quiso ser maestra alguna vez, pero no pudo porque tuvo que trabajar para mantenernos. (Eran los recios tiempos). Yo cometí el error irreparable de entrenarme con algunas de aquellas lecturas junto a los tebeos de superhéroes y los de Roberto Álcazar y Pedrín.

    Yo cometí el sano error, por necesidad, de dormir muchos años junto a mi abuela, mi abuela Fuensanta, analfabeta e insomne, que me contaba las historias. Después de su muerte, descubrí que aquella mujer encogida y con ojos de cuco era Remedios la Bella, de Cien años de soledad. Averigüé que, durante toda mi niñez, había dormido abrazado a un alma en pena que emanaba literatura en cada gesto, con cada palabra, retirados los dos, en un cuarto enorme de una casa de sonámbulos en La Corredera.

    Ahora sé además que la literatura iba calando al margen de esa vida poco próspera, más afín a la olla podrida, a aquel almacén de UDACO y a una lonja que cada sábado arramblaba con regueros de sal gorda y cajas de madera hinchada, en tromba, hasta el callejón de la plaza.

    Mi padre murió con cincuenta y seis años, y con él murieron también demasiadas cosas. Y, más que nunca, en este momento, soy consciente de que empecé a escribir un libro en algún rincón de la infancia y quizá yo sea más lo que he leído que lo que en verdad he vivido.

    A esta misma casa llegaba un señor a mitad de la semana con gallinas desplumadas, que me miraba con ojos de abuelo, y que me reñía por recostarme sobre la alfalfa del Semolica. Una vez me rescató de una acequia. Le llamaban el Quitoli. Me llevaba en su bicicleta por las veredas pobladas de casones y viejas barraquillas y, en más de una ocasión, me ató las cordoneras. Algo cruje dentro de mí y se estremece al pensar que, cuando el Quitoli cavaba en su huerto, me revelaba lo que luego el poeta Seamus Heaney grabó en unos versos: “Mi abuelo maneja la azada como yo clavo la pluma sobre esta hoja en blanco”. Luego indagué en la memoria de los libros y aquel señor que me miraba con ojos de abuelo era Pedro Páramo preguntándome sin querer molestar: “Hijo, ¿dónde están los muertos?”.

    Y la literatura se fue convirtiendo en una forma de vida definitiva, implacable y maldita, sobre todo, cuando, a los diecisiete años, Crimen y castigo, cayó en mis manos y fue como caer en una poza insondable, turbia, sin posibilidad de salvación, pero esa sensación de naufragio fue ya por entonces demasiado adictiva.

    Como el criador de cerdos, mi padre no sabía leer ni escribir, pero sus manos eran mazas con las que logró sacar adelante a toda una familia como hacen tantas otras, con tesón y benditos desaciertos. Luego, con los años, los libros para mí se han convertido en una obsesiva pulsión y me permiten sobrevivir, pese a lo malo y lo bueno de algunas cicatrices que van acortando la piel y doliendo en las entrañas. Y ya me cuesta diferenciar la vida, de la propia literatura.

    En mi casa de sonámbulos, se sentaba una mujer, de la edad de mi abuela, María, sorda, (María, “La Sorda”), militante del Partido Comunista, con licencia para llevar pistola, y que limpiaba los santos y las capillas de toda Orihuela. Mi abuela la ayudaba alguna vez que otra y me sobrecogía la dureza de aquellos rasgos, la brevedad del cuerpo de esa mujer, gibosa, con la mirada perdida, espectral, que se marchaba sin hacer ruido mientras mi hermano y yo, en el escueto patio, jugábamos a indios y vaqueros. Aún estoy buscando su personaje literario … y su lápida.

    En su ensayo Del culto de los libros, Jorge Luis Borges nos revela que “El mundo existe para llegar a un libro”. En esta sentencia sagrada cobra, sin embargo, un sentido herético tanto la declaración de Saramago como la de Jabés; a cada momento que vivimos, vamos escribiendo un libro que es cada uno de nosotros y un dios concedió ese don a todas las religiones: “Uno a uno somos la letra de ese libro incesante que es el Universo”, repite Borges con su prosa de escándalo. Y digo “escándalo” porque la palabra proviene del griego skandalon, que significa: laberinto y trampa mortal para los hombres. Y los recuerdos y la escritura embisten con la misma audacia letal. Cualquier laberinto es escandaloso, como la propia vida, trabada no solo en los riesgos, satisfacciones merecidas y espejismos que van minando las fuerzas poco a poco, sino también en la escritura de lo que somos, como irrevocable lucha del escritor contra la página en blanco.

    La poetisa María Zambrano pasó los últimos meses de su vida aguardando a que cada tarde la luz macilenta de las siete entrara despacio en casa, sombreando esquinas y objetos antiguos. En esa mínima luz, María Zambrano encontró que su experiencia en el exilio, su literatura, las miserias de la posguerra y la muerte de los suyos se reducían a la felicidad sentida y presentida de ese momento insólito: “Morir como un ser natural, sin el ansia de existir”. La vida, su vida, estaba contenida en ese haz efímero de luz. Nada quedaba para María Zambrano, sino ese don sagrado de la claridad oreando la piel arrugada de unas manos vacías. En realidad, no hay más que esos recuerdos en la vida después de todo. Hace tanto que no escribo de puño y letra, y el hecho que hace unos días lo haya hecho para la presentación de “Luz de los escombros”, os lo debo a vosotros. Hace tanto que no escribo de puño y letra.

    Poco antes de su suicidio, en una lastimosa pensión neoyorquina, el poeta cubano Reinaldo Arenas escribía: “Yo soy ese niño –de cara sucia- sin duda inoportuno –que de lejos contempla los carruajes, donde otros niños emiten risas y saltos considerables. Yo soy ese niño desagradable –sin duda inoportuno- de cara redonda y sucia que proyecta el insulto de su cara redonda y sucia”. Reconocía así el poeta cubano en su exilio que solamente importa la vivencia íntima de la infancia y la escritura como liberación, como maldición; y lo que parece un exorcismo al final se convierte en una condena y nos arrastra como los recuerdos que nos escriben.

    Y de todas las experiencias vividas hasta ahora, sin ser tantos los años, la que más retengo con devoción y al mismo tiempo me amenaza cada día es el olor a tabaco y a escamas de pescado en las manos de mi padre cuando me aupaba a ese camión percherón, camino de la lonja, y ese recuerdo, que únicamente me pertenece, es lo que más merece la pena en mi vida, en mi libro por acabar. Echo de menos aquello que fue todo, como volver a leer que: “Aquella mañana, la señora Dalloway decidió comprar flores …”.

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