Mi reseña en Historias para no dormir sobre La ternura del dragón, Ignacio Martínez de Pisón.
Barcelona, Seix Barral, 2011 (1ªedición 1985).
Reseña | Fuente: Muñoz Grau |
No podía ser de otra forma. Martínez de Pisón lo sabe como el propio Julio Cortázar en aquella casa tomada. El frecuente trasiego en las habitaciones -como espacio y tiempo literarios- define un ejercicio de introspección sobre quiénes nos precedieron, sobre el lastre de sus obsesiones y manías que se quedan en la memoria, sobre aquello que, como una alucinación inmóvil, permanece pese a la dicha de la infancia.
La casa deja de ser una realidad fiable para convertirse en ese laberinto de espejos que se reflejan sucesivamente multiplicando personalidades y objetos.
“Entrar en casa de sus abuelos fue para Miguel lo mismo que entrar en una novela, porque sólo en una novela era imaginable encontrar aquel mundo magnífico, fascinante como un reino de leyenda. La oscuridad antigua y enigmática de la antesala aparecía atravesada por un haz soberbio de luz limpia en el que el aire flotaba majestuoso y casi visible” (pág. 7).
En La ternura del dragón, la niñez debería ser ese espacio perdido de la memoria, que a su vez se pierde en los confines ilimitados de un espacio concreto, en los rasgos de un rostro de tiza, en un objeto que permanece con nosotros pese a los años; pero, en el caso de Miguel, toda su imaginación remite a una casa antigua, a unos cuartos de techos altos, a una Zona Prohibida, inexpugnable y sin posibilidades de conquista, que acaba siendo un fraude cuando la presencia de los adultos irrumpe en ese escenario invocado.
Así que cualquier esclarecimiento de lo que fuimos durante la infancia debe asumir el falseamiento del recuerdo y, por qué no, de la escritura. El pequeño enfermo que reside en la casa no es aquel que, en el presente, tiene voluntad de celebrar con alegría las hazañas engrandecidas de su niñez, sino más bien la necesidad de revelar, desde la incertidumbre, el apasionamiento hacia lo desconocido del mundo de los adultos que se mueven por los pasillos, derrotados, el recelo de los inquisidores que regían la política y la sociedad en los tiempos recios de la posguerra, la invisibilidad de una madre desplazada del propio cuarto que el niño habita, hastiado, y donde fluye toda una imaginación que, perversamente, la realidad va desechando lentamente.
“Permanecieron casi un cuarto de hora explicándole que eran muy felices y que se iban a vivir a Tenerife, (…). Todo el tiempo fingieron creer que él les contestaba, interpretaban cada uno de sus suspiros o de sus más leves movimientos de cabeza como un comentario o una respuesta” (p. 113).
Así que la infancia de Miguel en la casa de sus abuelos es un territorio simbólico que, al igual que en una novela, hay que escrutar y reinventar. La ternura del dragón advierte que ese terreno no está exento de las realidades monótonas, sinceras y útiles que los ancianos y otros sobrios familiares representan, rompiendo el encantamiento de su principito.
La novela de Martínez de Pisón guarda el regusto de la ambigüedad, la simbología de esos recodos que el lector debe descubrir con ayuda de los personajes, pues, al hilo argumental, se superponen hechos inacabados, objetos simbólicos, apariencias, porque el niño Miguel, como ese narrador incansable, se resiste a dejar de fingir aun cuando el mundo de los vivos intente impedirlo.
“Cerró los ojos, unió los labios en un gesto ambiguo. Una breve brisa agitó los visillos con sonido de páginas inquietas” (pág. 134).
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