Cuando Angelina Jolie aprendió a leer a Bukowski
Angelina Jolie. |
Tenía miedo de mí mismo y de los cefalópodos que habían salido en ese documental. La miré a sus ojos y ella comenzó a desnudarse. Confesó que no había leído nunca a Bukowski. Que había invertido mucho tiempo en ese diván leyendo revistas de moda. Angelina había traído un bote de alubias. Con ese potingue no podíamos embadurnarnos, pero daba igual. Ella siempre me convencía succionándome la lengua como un insecto alado que emerge de los humedales. Como estábamos hartos de cenar sardinas en escabeche, saqué los pulpos del congelador y Angelina apuró hasta la última gota de brandy. Me dijo que un tipo con grasa de caballo en el pelo intentó meterle mano en el autobús. Tuvo que cruzarle la cara así que todos los ojos abúlicos de la última parada la miraron con demasiado rencor. Mientras me contaba esa aventura, tan sucia como la boquilla de la petaca, yo recordé unas líneas de Bukowski. Ella se puso violenta y se alejó hasta el saloncito. Se puso el televisor y le hizo la peineta a cada modelo de Victoria´s Secret que aparecía en la pantalla. La magra estaba en el puchero y los pulpos, derramados como vísceras reventadas por un balazo, se bañaban en su propia agua salada, en su propio vómito. Eché un trago y me percaté de que Angelina se frotaba contra la tapicería. Dejé que el sofá y ella intimaran, y acabé toda la botella. Y la ciudad despertó. Una luz inmejorable anegó todos los cacharros y su cuerpo, a punto de desprenderse de su corsé, mudó de color. Bajé la mirada y los pulpos, los siniestros pulpos, habían desaparecido de la cocina. Luego, ella vino. Me dijo algo sobre los jardines colgantes y sus labios intrigantes succionaron la claridad y todo mi mundo.
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