El mundo de Cristina, de Andrew Wyeth. |
Llega a mis manos el poemario de Miguel Sánchez Gatell, La lucidez del número, en Bartleby Editores. Lo releo mientras, en El Museo del Vino, cerca del Madrid de Valle-Inclán, los turistas, curiosos y extraviados como yo, faenan sus propios pensamientos y estupideces. Me atrae de esta poesía su barroquismo y su obsesiva referencia al número como un tópico que estructura los diversos anclajes de los poemas, supeditados a ese poder omnímodo del sustantivo: “Soy tiempo transcurrido. Sin embargo vosotros/ habéis cerrado la puerta de la historia/ y tirado la llave al mar océano al mar inconfundible” (pág. 27).
Sería una frivolidad reducir la capacidad semántica de la poesía de Sánchez Gatell a ese particular tributo al número que sus poemas expresan. Es cierto que el número es un signo que crea el Universo. Es cierto que el poeta acepta que la herencia pitagórica es un órdago en la encrucijada de toda escritura sobre el mundo. Pero no es solamente eso, el número es un pre-texto para conducirnos a un discurso de sugerencias sobrecogedoras, inspiradas en una continua sensación de naufragio, pues la realidad se asume como una imitación burda de lo que fue en un tiempo anterior memoria de la dicha y del asombro: “Qué lejos los fulgores de la infancia, y sin embargo, el temor es el mismo” (pág. 36).
Hay un halo de desprotección que solamente la epifanía del verbo, su intensidad hiperbólica, su tono salmódico, parecen aliviar al autor en esa deriva de versos en los que la depuración parece estar a merced de lo simbólico y de una sintaxis compleja: “En nuestros ojos/ donde tal vez el siglo veinte/ no dejó más que cicatrices de guerra/ ya no es posible la celebración/ ni la espiga” (pág. 53). Lo que me parece relevante, además, es que, en cada poema de Sánchez Gatell, hay un verso lapidario, una sentencia de sabiduría, donde el resto del poema encuentra su sustento; una vertebración en forma de aforismo, cuya onda expansiva remite siempre a esa premonición en la que convierte algunos de sus versos: esa paradoja incesante sobre la ausencia del afecto y aferrarse a la vida al mismo tiempo. Estamos ante una característica temática inherente a la poesía más oscura y maldita: “Ya no somos posibles, y escribir es tan sólo un alto en la desdicha” (pág. 36).
La nostalgia de lo que se tuvo y ahora ya no existe no está expresado con ese ímpetu neorromántico que tanto abunda, sino que los versos transmiten la desazón que provoca la búsqueda inútil de una salvación que jamás llegará. La poesía es condena como la vida misma y hay una ilusión velada de construir en la palabra ese paraíso artificial con el que hacer soportable cada acontecimiento: “Nadie sabe/ cómo he buscado la paz de la poesía,/ la latitud del verbo liberado/ donde encuentro mis manos de niño pequeño/ desmontando planetas, (...)” (pág. 12). Solamente queda que los lectores se atrevan a cruzar el laberinto, a encontrarse con reflexiones severas sobre el alcance de nuestra propia experiencia porque la moral y la costumbre no pueden explicar todo lo que se vive y por qué se muere: "Pero los siglos sólo empiezan una vez: tenemos la impaciencia de la intolerancia/ y el dolor grave imprescindible/ que los demás olvidan en las tiendas y en las celebraciones" (pág. 41) Enhorabuena, Miguel, por este excelente trabajo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Tu Opinión es Importante, Deja Tu Comentario: