Fotograma de Interstellar, dirigida por Christopher Nolan. |
Entro con mi hijo de ocho años a ver Interstellar. Es un riesgo que asumo, pero a veces los padres necesitamos sentir que nuestros hijos valoren nuestras fascinaciones. En la docencia, he aprendido que, si no conoces para transmitir, te conviertes progresivamente en un mediocre. El cine de Nolan tiene imprecisiones, pero nadie puede ocultar que sus obsesiones platónicas y su corrosiva ironía para domesticar al espectador en un continuo juego de espejos caracterizan su Caballero oscuro, Origen, Memento y otras fabulaciones, llenas de mesiánicas paradojas.
Tomo la mano de mi hijo cuando la nave despega, cuando los maizales arden, cuando las agujas del reloj alteran su ritmo acompasado, cuando el padre queda atrapado en la dimensión espacio-tiempo, cuando los fantasmas responden a anomalías gravitatorias, y descubro entonces la notalgia en su sentido etimológico; que es necesario regresar a las estrellas, a su puridad, indagar en su incesante combustión, aceptar nuestra pusilanimildad.
Nuestros egos nada significan en esas variantes incesantes de nuestro propio destino que se curvan cuando un agujero negro decide irrumpir en un fragmento de la eternidad. Mi hijo siente el vértigo, presiente esa incertidumbre de que al fin estamos de paso y que yo seré un recuerdo en su mente, y perduraré como otra cosa nacida en un tiempo sin tiempo, polvo de arena, mares que incendian otros mares más allá del crepúsculo sereno. Enhorabuena, Nolan, por ser previsible, pero por emocionarme un largo rato.
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