Podría ser mi madre. Vaya madre. Y es que, tras revisar películas como L. A. Confidential o Tierra quemada este verano, no me queda otra que declarar que Kim Basinger está muy buena. Además del talento que desprende la actriz solamente con su saber estar, es una de las actrices que llena la pantalla porque su elegancia congénita y esa mirada almibarada no se compran.
Da igual que sean películas malas o buenas. Me basta con que aparezca ella y me muestre esa tensa altura de efigie y ese pelo que Garcilaso tantas veces versificara. No me puedo imaginar a otra dona angelicata que a Kim Basinger. Petrarca se quedaría corto a la hora de glosarla. Porque la belleza a veces supera a las palabras y en la Basinger se produce ese efecto castigador de la inefabilidad.
Me siento torpe, Kim, porque los piropos son una bagatela comparados con ese porte de garza real del que dispones con una prudencia seductora (viva esta antítesis). Puedo optar por el piropo cutre de encofrador: que no me entere yo que ese culito pasa hambre, o cosas así de soeces que inspiraron tanto a Quevedo y al autor de El Lazarillo. Porque lo tuyo va más allá de Botticelli. Para ti, la vejez es esquiva. No sé si habrás pasado por boxes, pero envidia te tienen aquellas que buscan en ti lorzas y patas de gallo. Porque tu belleza nace del interior hacia fuera como un ideal renacentista.
Eres el mito sexual que me ha hecho olvidar a Sophia Loren y a la Taylor. Mira que es difícil. Nueve semanas y media debería ser obra de referencia en las academias de arte. No encuentro mejor escultura. Ni Roma, ni Florencia. Joder. Hay que ponerle Basinger a una capital italiana. Me quedo contigo, porque superas lo intelectual y lo divino, atraviesas mi mente y, cuando te veo en mi salvapantallas, me digo: merece la pena vivir.
Perdona mi atrevimiento, Kim, pero qué pena que vivamos tan lejos. Vivan los ochos de diciembre y la madre que te parió.
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