Haruki Murakami. |
Lo que fascina de Murakami es su facilidad para convertir lo cotidiano en una realidad paradójica y controvertida. En ese punto coincido con Justo Sotelo que, en su ensayo Los mundos de Haruki Murakami, publicado por Izana editores, analiza el corpus de relatos y novelas que han logrado que el escritor japonés, sin superar a maestros, desde mi punto de vista, como Kawabata o Mishima, instaure un mundo autónomo con numerosas vertientes que se mueven desde los interiores urbanos a la frondosidad chamánica y seductora de bosques y ríos.
Ajustándose a una perspectiva semiótica, el trabajo del profesor Justo Sotelo revela las claves de lectura de esa literatura que Murakami construye desde la diversidad de discursos donde lo tribal se cruza con el pragmatismo de Occidente o donde la modernidad acababa fundiéndose con las supersticiones y lo mágico del sincretismo taoísta. Escribe Justo Sotelo: "Al lector de las novelas de Murakami no le importa, especialmente, cómo se resuelven sus historias. En todos sus textos se viaja a alguna parte. Cuando se cierra el libro, se entiende que hay que volver al principio, porque lo importante no es llegar al final sino hacer el recorrido que ha conducido,poco a poco, hasta allí" (pág. 28). La perspectiva semiótica que adopta Sotelo nos permite comprender mejor la paradójica simbología que se aloja en novelas como Kafka en la orilla o 1Q84 y también comprender posiblemente que las imágenes de Murakami, su juego de espejos, sus laberínticas introspecciones en personajes que actúan al margen de las convenciones, no se alejan de la mezcolanza cultural que supura en la propia sociedad japonesa, cuyos códigos para el occidentalismo se manejan entre lo idílico y lo catastrofista.
El suicidio se conjuga con la belleza de las apariencias y la vida en las urbanizaciones con conjuros y extrañas maldiciones que ponen a los personajes al límite. "Estas ideas pueden enlazarse con Tokio blues, donde los aspectos mentales son también importantes. Su historia es una continua sucesión de problemas interiores de los personajes. En la novela no pasan grandes cosas (salvo las referencias a los conflictos estudiantiles y el poder de los conservadores en el sistema educativo) y casi todo queda circunscrito a los mundos mentales de los agentes ficcionales" (pág. 83).
No obstante, el análisis narratológico de cada una de las obras que realiza Sotelo no excluye un hecho que a mí particularmente me emociona en Murakami y es ese intelectualismo en el que viven continuamente sus personajes. Literatura, canciones, música clásica, jazz y el cine van moldeando con sus propias imágenes evocadoras el volumen de unas figuras a las que la fatalidad y la insatisfacción siempre acechan como si el destino necesitara de sus cuerpos, de su sacrificio, para justicar su existencia al lector más incrédulo en temas espirituales: "En los libros de este autor, las imágenes hacen avanzar la historia con metáforas. ¿Cómo si no sería admisible el personaje principal de Crónica que baje a un pozo para meditar sobre su soledad, o que en las primeras páginas de Tokio blues se hable del pozo para recordar a Naoko? Al pozo se arrojaba a los prisioneros en la guerra contra China, en realidad en cualquier guerra; por eso los pozos están secos, sin vida" (pág. 267).
No sé hasta qué punto la frenética publicación de novela por año puede estar afectando a la calidad de los recientes escritos de Murakami si las comparamos con sus primeras novelas. No sé tampoco si su narrativa tiene la consistencia en madurez, sobriedad y realismo que la de Kenzaburo Oé, por ejemplo. Lo dudo, pero seguramente, parafraseando a Sotelo, Murakami ha construido su propia teogonía y su realismo mágico demuestra que los creadores nipones están abriéndose al exterior buscando nuevos mitos con los que ilustrar su compleja urbanidad, sus fantasmas interiores. Enhorabuena, Justo, por este trabajo.
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