Amy Anderssen |
Lo que queda de esta tarde, Amy, será para nosotros.
No me importa que seas una estrella y que, en tu corazón, la servidumbre se haya convertido en virtud. Pero no me gusta que te arrodilles ante mí. Los pájaros que anidan en los olmos vestigiales emprenden su vuelo cuando tus labios sorben el aire de esta habitación. Las cuerdas y la fusta esperan en suelo. Ni siquiera lamentas que el daño infligido nos haya hecho aún más frágiles ante el mundo.
Esos señores que visten de gris y dan de comer a las palomas no dejan de mirarte y entonces la turbiedad inflama tu pecho y sientes de veras la violencia que emana de los espíritus vacíos. Después del lésbico de esta mañana, estás agotada y, en tu interior, no queda más que restos de un famélico instinto que crees que conduce al placer. No, no es así. Te conduce a la destrucción más primitiva y las cuerdas que he usado para que el ritual fuese más creativo son esa sagrada ofrenda que algún perturbado dios nos ha concedido para que vibremos.
Temes a las serpientes y yo, que despreciaba tanto a esas odaliscas con silicona que bailan sobre la barra de L´Isle, he aprendido una lección. La mano derecha explora nuevamente la oscuridad de mi boca y, tras el impacto de la enferma claridad, bebes agua de la vasija. Quiero dormir. Deja que la fusta rompa el hielo, que el cisne de ese lago imaginario hunda su cabeza en aguas cenagosas. Te quiero, Amy. No es fácil para mí escribir estas palabras, Amy Anderssen.
Mierda, se ha fundido una bombilla. Tendré que llamar a Bukowski.
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