Nikki Benz. |
No lo pienses dos veces. Moriremos atropellados porque la noche en Baltimore es idónea para conductores suicidas que coleccionan cadáveres de palomas bajo sus colchones. No queda nada poético en nuestra vida. Vomitamos juntos cada mañana antes de que los telepredicadores se vuelen la cabeza delante de millones de patos y de vacas.
Vomitamos juntos y quemamos osos de peluches a las afueras de Baltimore porque nos parece justo que los niños del futuro sufran la misma infancia desgraciada que nosotros, Nikki. A mí también me golpeó un granjero y me mearon la cabeza en los recreos. Pero tú, que eres la amazona de los cráteres y la dueña de los chacales grises, te levantas entre los escombros y convocas a migratorios pájaros que se incendian al atravesar la biosfera. Cuánto fenómeno natural detrás de esos pensamientos que compartimos en la intimidad mientras los vecinos se envenenan lentamente con edulcorantes y telenovelas.
Las corrientes de aire se esconden en los armarios y las chicas de este barrio meten palos oxidados en los agujeros donde tiemblan las antenas de los insectos. Vamos buscando los caminos de la tarde por Backer Boulevard y la letanía de los músicos de jazz atrae a los tiburones toro y a las madres homicidas que buscan su destino en los geriátricos porque allí pueden matar y beber sangre incansablemente. Nikki, Nikki Benz, vivimos en un mundo confuso, pero tus senos no me atan ya a la tierra. Por esa razón, cruzo la autopista como un perro ciego esperando el deslumbramiento que me conduzca a la misma muerte de los osos de peluche. Tu fuego, solamente el fuego de tu zippo, acabará con esta mierda de poesía.
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