Huelo a marihuana en el parque, en la puerta de los colegios, en el ascensor. Huelo a marihuana en una plazuela donde algunos jubilados pasean perros. Algunas madres que hablan sobre los deberes de sus hijos en la puerta de la parroquia huelen a marihuana. Leo en algunas revistas divulgativas y en las redes sociales felices premoniciones sobre las bondades terapéuticas de la yerba.
El mundo huele a marihuana, porque el mundo está deseperado. Las gentes prefieren fumar antes de arrojarse al pozo, gentes que han perdido el trabajo, gentes que se aburren porque tienen como castigo el dinero y mucho tiempo libre para no hacer nada, gentes que caminan en esa delgada línea que separa la depresión de la rutina.
He visto a muchos adolescentes arruinar sus vidas por la marihuana, precoces delincuentes que llegaban a clase con los ojos enrojecidos y una sonrisa simiesca. Me cuenta un psiquiatra que el paso de la marihuana al consumo de cocaína es cuestión de tiempo. A veces, no es necesario ser el Vaquilla para caer en desgracia. Noelia y María José destruyeron sus inútiles ilusiones, sus fantasiosas ambiciones, sus cuerpos de mujercitas pizpiretas, por fumar marihuana. Aún no habían cumplido los dieciséis y ayudaban en la biblioteca del centro.
No disculpo a aquellos guionistas de comedias que frivolizan con personajes trepanados por la droga. No disculpo a los pseudocientíficos que colocan en la misma balanza al té y a los cogollos. Detrás del consumo de yerba, hay una historia asombrosamente triste, una depresión encubierta, una desesperada resistencia a soportar las miserias de la vida, una preferencia por la alucinación y el sueño antes que asumir los riesgos de una existencia con limitaciones.
La marihuana no es un medicamento contra el cáncer, como me relatan algunos adictos que pegan botes cuando se quedan sin china. No hay disculpa, y quienes defienden el consumo deberían pasarse por algunas aulas de este país donde algunos chavales agonizan en silencio o ven pasar la vida.
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