Eternamente, la luz entreabriéndose bajo la pálida fragilidad de las hojas lanceoladas que ilustraban nuestro jardín imaginario. Curvas que rompían el hielo con su abrasión ancestral, añoraré por siempre. Diosa de la tribu, Nikki Benz, me arrastras hasta los restos de la viruta y la ceniza que guardas como memoria de un amante funesto en ese sarcófago coqueto.
El apartamento de Nueva York, donde comíamos la ostra y aquellos caracoles servidos con el vino intrigante, ha sido alquilado. Aún encontraron los nuevos inquilinos tacones y fustas en los armarios roperos que vacié parcialmente cuando, después de tu aumento de pecho, decidiste abandonarme. Al abandonarme, renegaste de la poesía de Baudelaire y de la franqueza enfermiza de algunos versos sueltos de Poe. Tu adicción al mármol y a las cuerdas era inconfundible. Nos taladraba todos los días. Yo crepitaba en ti y tú, Nikki, con tus sedoso deshabillé, crepitabas en mí.
No era solamente el porno lo que nos consumía con sus teoremas, sino también esas canciones de la Piaf dejándote en las orillas de la incertidumbre mientras nuestras bocas compartían el humo. Una vez que pisaste las alas de la mariposa más hermosa que habíamos visto, rodaste con tu cuerpo por el zócalo inmaculado del pasillo, hiciste la maleta, corregiste algunas líneas de tu maquillaje y me regalaste el póster que tanto ansiaba. Eras tú, recibiendo a la Navidad, sexualmente amazónica, de rojo terciopelo, a punto de devorar los pulpos del ático.
Los versos se habían tatuado en tu piel suicida para todos los adolescentes zurdos e insaciables, los versos de Rimbaud y Larkin. Dejé que te marcharas y que el flujo de información siguiera alumbrándome desde el televisor donde alguien exclamaba: "Las focas monjes se han extinguido".
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