Modelos Brazzers. |
No va de coña. El canon de belleza no está en la Bündchen y mira que es guapa, sino en esas modelos Brazzers que visten con lencería fina y monos de látex. La silicona de sus pechos marca cada vez más una tendencia inaudita por parte del onanismo hacia el exceso, hacia la abundancia.
Los ingresos de algunas webs son desorbitantes. Serán los tiempos de crisis y el gusto por esas jovencitas recauchutadas que convierten un seno bonito en una ubre o en un culamen desproporcionado. Lo perverso es que el dinero es capaz de transformar a una stripper elegante y espléndida en Amy Anderssen o Nikki Benz, donde todo su cuerpo, al moverse, parece luchar frenéticamente contra la ley de la gravedad.
Los hombres también se someten a sus alargamientos y a implantes de abdominales. El mercado reclama esas cualidades como reclama la lectura de Bucay. Porque, en definitiva, nuestro cerebro ha sobrepasado esa preferencia por Pamela Anderson, una iniciadora en este desaforado tunning. Pero ahora prima la estética de Gargantúa y Pantagruel, una búsqueda del gigantismo mamario que convierte a todas las actrices porno en barbies trufadas dentro de un mismo patrón. La variedad se va diluyendo y los implantes se generalizan como un reclamo publicitario de sexo desenfrenado y mujer hábil en el hardcore.
Detrás de todo este mercado, subyace un descarado proceso de humillación en el que las actrices y modelos deben pasar por el ojo de la aguja si quieren triunfar. Y lo peor es que esta herencia machista y más que obscena llega a la calle y las operaciones de cirugía estética aumentan. Y pronto, muy pronto, el pecho bonito, que rebosa en esos sujetadores push-up con tanto encanto, se puede convertir en una prótesis inmensa donde no quede nada ya con lo que fantasear. Maldito mundo que está sustituyendo a las actrices porno por cyborgs.
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