La celulitis es un don universal, un regalo de los dioses que hace imperfectas a muchas mujeres, porque, en esas imperfecciones, subyace lo humano, la fragilidad y la impotencia. Y a mí eso me pone. Porque, en esa aspiración a eliminarla, hay un motivo más para luchar en la vida, para buscar un erotismo sublime que mejora a esas mujeres a las que les gusta rebañar el plato y comer gofres a escondidas.
Esas conductas aparentemente odiosas son las que nos convierten en seres vulnerables, las que aproximan a la mujer de bandera a los modelos de Botticelli, a una sensible forma de ver el mundo donde la belleza importa lo justo, donde no existe la vigorexia ni esas dietas a base de algas y suero de vaca. No. Las mujeres con celulitis son esas mujeres que abandonan el gimnasio después de dos meses, las que salen a caminar con las amigas y luego terminan la tarde con una cerveza, las mujeres que me hacen reír y las que quieren ser coquetas, pese a su piel de naranja, porque todas saben que la celulitis pertenece a la mujer desde tiempo inmemorial y que es el menor de todos los males que pueden padecer.
La celulitis estaba pintada en las cavernas de Altamira y esculpida en la Venus de Willendorf. La celulitis pertenece a mi vecina del quinto que vende pollos asados y a Gisele Bündchen. Kim Kardashian lo dejó claro en una entrevista en Life & Style. Ama sus curvas y su celulitis. Porque la celulitis es una literatura en sí misma. Sobre la felicidad y el paso del tiempo. Nada más y nada menos. Un rasgo de la mortalidad, una marca de nuestra distancia con los dioses, un tatuaje terrenal que remite a una infancia con altas dosis de Nocilla y de sobrasada San Dalmay. Una mujer con celulitis es una lección de felicidad en sí misma y prefiero contemplarla antes que leer al ñoño de Bucay. He dicho.
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