Masacre, personaje de cómic. |
Me gustan los psiquiatras y los estupefacientes que bloquean de vez en cuando la ansiedad y las crisis de pánico. Jamás he renunciado a la hostilidad de este mundo, a su inmundicia, a su hediondez y a su cutre forma de prevenir los males y las desgracias. Desde hace más de una década, las librerías se están trufando con manuales de autoayuda que juegan a psicotrópicos y a enseñanzas filosóficas. Bajo un aura de pseudocristianismo light, sus aforismos almibarados como cartas que se envían los enamorados dentro de una telenovela, no cesan de agotar una edición tras otra. Y no hay peor cosa para mí y más triste que un tipo pierda el tiempo buscando la felicidad cuando la belleza del mundo se encuentra en esa tendencia autodestructiva que manifiesta en cada mínimo detalle.
Quien pretenda escribir buscando la felicidad no es más que un cobarde. Esta máxima que aprendí de Baudelaire me retiene en la consulta de mi terapeuta donde aspiro a luchar contra mis miedos desde la propia basura que devoro todos los días hasta esa cartelería vitruviana que contemplo en las portadas de las revistas de moda en las que las modelos lucen silicona y complementos de rubí y visón como si fuesen la mujer del chamán. Me jode que falsos profetas hinchen su visa vendiendo versos orientalistas y reflexiones de chichinabo sin ninguna validez empírica a esas amas de casa a las que sus maridos machacan a diario y a esos infelices adolescentes que piensan que algún día su vida será como en Crepúsculo.
Yo quiero este mundo odioso donde las mujeres buscan atributos de látex porque los hombres, a fuerza de antidepresivos, las dejan insatisfechas. Yo quiero este mundo odioso donde la gente es adicta a la sal y al glutamato, y en el que las hamburguesas están haciendo estragos en nuestro cerebro. Es triste que se presuma de ateísmo mientras los altares de Cristo se han poblado de vendedores de crecepelo que nos insisten con su utopía de la realización personal. Una cosa es esta tiranía del optimismo que encarnan estas nuevas pseudoreligiones disfrazadas de psicoanálisis y literatura, y otra son los ensayos serios y argumentados de Viktor Frankl, Elisabeth Kübler Ross o el último que acabo de leer sobre Neurociencia de la felicidad, de Mado Martínez.
Si me piden consejo, solamente les puedo decir lo siguiente: mírate al espejo de una vez y verás que no eres nada, que no hay nada en tu interior, sino los intestinos y una tubería acojonante por donde corre la misma sangre que le corre al orangután. No dejes tu mente en blanco, llénala de experiencias, de pelis de Curtiz, de novelas de Faulkner, de cómics de Masacre y de páginas porno. Así lo veo yo y ya me callo.
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