Lo que me preocupa de veras, además del fracaso educativo y la mudanza de mi vecina stripper, es el avance del soma en nuestra sociedad, aquel psicotrópico que mantenía a los ciudadanos de Un mundo feliz en una somnolencia perpetua bajo la que eran perfectamente manipulables.
Me cuenta mi farmacéutico que, con el estallido de la crisis, el consumo de antidepresivos y ansiolíticos se ha disparado. Me cuenta mi psiquiatra que los jubilados van a su consulta con el mono por la ingesta masiva de ibuprofeno. Conozco a unos gemelos otaku que pasan más de seis horas delante del televisor. Sus padres, también. En las tiendas 24 horas donde compro pan con sabor a plástico todos los domingos, observo cajas enteras de Monster y Red-Bull completamente vacías. Me cuenta una cajera pastillera que se mezcla con agua para evitar las taquicardías. Pero ella lo necesita cada fin de semana, aunque no vaya a salir con la pandilla. O sea. Tenemos la mitad de la población anestesiada con Trankimazin y Orfidal para poder soportar las hostias que da la vida, que diría mi padre, y a la otra mitad, con una feroz adicción a la taurina y al jarabe de glucosa-fructosa para que sean animales en la noche, animales en la cama, como reza una canción de Lady Gaga.
Mientras se discute aún absurdamente sobre la legalidad de la venta de yerba, la mayor parte de la población vive dopada para enfrentarse a sus miserias, para poder salir indemne de los escombros en que más de uno ha convertido sus vidas. A veces son psicotrópicos terapeúticos, otras veces, Sandro, el futurólogo, y el porno de Brazzers.
La ansiedad y el horror al vacío son la herencia cultural de esta sociedad inspirada en las nuevas tecnologías y en la música de Pablo Alborán. Lo confieso. Ahora mismo, soy adicto a Heidi Klum y al Vick´s nasal.
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