Assur en el recuerdo. |
Cuando llegó a mis manos la obra de Narla, Assur, hace ya más de un año, confié mi lectura a una novela de aventuras que valoré por su ritmo bullicioso y por su brillante destreza con el lenguaje. Pero, como le confesé al propio Francisco, lo que me sobrecogió de su narración y me embargó de dicha fue ese epsiodio final en el que Assur, después de sus aventuras en los mares gélidos del Norte, se reencuentra con su tierra natal, con un espacio simbólico e insondable que lo acoge con un maternal abrazo entre su naturaleza colorista y exuberante. En las aguas del río, el protagonista se dispone a pescar, entregado a un ritual que lo une definitivamente al lugar en el que se extravió siendo un muchacho.
En estos tiempos de visitas al cementerio y patéticos desfiles de Halloween, echo de menos a algunas personas que ya no están a mi lado. Mi padre murió muy joven, pero me enseñó a pescar sepias y peces en la playa. Esos imborrables recuerdos en los que yo estaba atado con él al sedal, ensimismado en mi topeza con los cebos y los anzuelos, se revelaron, y de qué manera, cuando Assur lucha de forma infatigable por capturar una trucha en el río.
La minuciosa descripción de Narla de aquel momento me llevó a esos años en los que, más feliz que ahora, yo también pescaba contra la corriente y de vez en cuando sacaba algún mabre que arrojaba con vibrante emoción a mi cubo de playa. Nada de eso volverá, pero las páginas de Assur ahí están. Para recordarme a los ausentes, pues la pesca, motivo literario donde los haya, hace que mi padre aún viva conmigo.
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