Mi reseña en Mundiario sobre el último poemario de Miguel Veyrat
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No es fácil este ejercicio de análisis que, como algunas veces he
reseñado, cuando nos adentramos en la obra de Miguel Veyrat, se queda en
la mera superficie. No es fácil este ejercicio que el poeta sevillano
me impone, después de que mi vida de limitado creador se cruzase en
algún momento con la suya, y me detuviera a leerlo con una devota
inclinación a escrutarlo dentro de mis posibilidades.
Pasaje de la noche, editado por Barataria, retorna a ese
poeta que utiliza las alegorías para cerciorarse de que el texto
literario no deja de ser un texto entregado por los dioses, cifrado en
la lentitud aparente de un universo que nos sobrecoge y que no deja de
expandirse.
Lo que consigue Veyrat en sus poemarios es que el simbolismo sea ese
medio de expresión que desafía cualquier certeza sobre nuestro mundo, un
profético desenmascaramiento de lo que se oculta tras lo consciente y
lo voluntarioso. Pasaje de la noche no renuncia a ese Miguel
Veyrat sobre el que tantas veces me he pronunciado, pero aparecen nuevos
rasgos formales y temáticos en este poemario que lo diferencian
significativamente de anteriores trabajos como Poniente.
En primer lugar, Veyrat no se resiste a la muerte, a la que contempla
como liberación espiritual, del ser, de la esencia material que apresa
esa conciencia creadora que continuamente vivifica al hombre
contemplativo. El mundo que lo inspira, el mundo que subyace bajo el
texto poético, no debe ser, sin embargo, el mundo contemplado, sino el
mundo redimido, aquel que la palabra transforma por necesidad para
evadirse de su breve consistencia, de sus previsibles razonamientos, de
su limitada horma.
Esa necesidad de buscar, más allá de la realidad, lo que es propio
del último hombre y asumirlo como materia que ha de ser transformada en
una palabra exorcizada, lejos del “orcismo” (entendido como “ortodoxia o
mandato”), revela el interés que el poeta tiene por desposeer-se
del mundo, de la realidad, no aprehendida como una entidad vulgar, sino
como un hecho agotado en sí mismo y predecible: “Y sin embargo será
preciso vivir por ahora/ en el mundo real de abajo -ahí/ donde azota la
soledad el dolor el crimen/ el hambre la traición como en olas/ de la
mar humana que se estrellan/ contra la costa para regresar sin fin/ y
disolverse tras recitarlo todo en la órbita/ luminosa de asteroides de
cometas/ confirmando la lucífera perfidia de Apolo” (pág. 89).
En segundo lugar, los signos apocalípticos rezuman en diferentes
versos, como si ese pasaje de la noche, imitando genialmente a Novalis o
a Blake, necesitara de la serena mirada de una criatura que gira la
cabeza y divisa con cansancio y escepticismo el castigo sobre Sodoma,
sobre una realidad de la que se huye porque es demasiado evidente,
demasiado visible y fulgurante. Las apariencias no son versátiles. La
palabra sí lo es: “Las obras del hombre son también/ seres para la
muerte. No serán/ siquiera fuegos/ fatuos por los grandes espacios/
siderales. Pequeñas/ pompas de jabón grasiento/ estallan desde el jadeo/
insuflado a su caña/ gris (...)”. (pág. 18).
Si el mito ha sido en la obra de Veyrat una forma expresiva de
rotundidad para demostrarse a sí mismo que la palabra es origen y
desenlace de una plegaria que los hombres cantan a los dioses, una
justificación de los males que la propia divinidad impone a la
comunidad, en Pasaje de la noche, encontramos un regreso al
mito como celebración de la dicha por haber vivido en un tiempo que el
poema encierra en su propia anatomía. El mito es verdad del tiempo y un
horizonte de expectativas donde lo apocalíptico reduce el mundo a
cenizas para elevarlo de nuevo en su flujo de fuego constante a otra
esencialidad. La palabra es tiempo también y el mito como tiempo
necesita los referentes para asumirlos como materia de creación y
destrucción.
En el caso de Pasaje de la noche, toda esa materia resurge
como nostálgica puridad de lo que existe. Las cosas han de regresar a su
estado original y la poesía concede la oportunidad de que algo así
suceda cuando leemos textos como el que sigue: “El poema es ahora el
templo de los que se fueron./ En él Orfeo está flotando/ cuando se rompe
el pacto de las tensiones entre el/ gran arriba y el gran abajo/
consagrado a permanecer. La levedad burlada del/ Hades cayó por su
propio/ peso aunque amor humano se llamase. La tiniebla/ no lo reconoce.
Con el día/ como único destino el poeta vuela condenado a la/ hoguera
deslumbrante sin/ el goce fresco del misterio -la penumbra de Eros”
(pág.65).
Qué queda tras la lectura de una obra que transfigura el mundo para
consumar toda una filosofía que califico de existencialista, puesto que
no se libra de preocupaciones universales como la condena a sobrevivir.
Qué queda. No es la añoranza, ni la emoción, lo que conmueven en Miguel
Veyrat, sino esa certeza de que todo es incierto y mutable, aunque todo
ha de regresar a la misma corriente, a las mismas aguas oscuras y
purgativas. No puedo estar más de acuerdo con las palabras de Isabel
Paraíso respecto a ciertas literaturas y Veyrat no escapa a esta
sentencia: “El hombre normal, en el curso de su evolución, supera ese
estadio infantil. Lo supera, pero el recuerdo de su temprano deseo
permanece en su inconsciente. Por eso ante aquellas personas que han
llegado a una realización de esos deseos arcaicos, retrocedemos
horrorizados con toda la energía de la represión, acumulada en nuesto
interior desde la infancia”.
Es necesario regresar a la poesía de Veyrat
para lograr el exorcismo, para sobrevivir y sacar a la luz aquellos
impulsos del niño que solamente desea jugar con la arena, con la
minúscula e inmensa arena, feliz por su ignorancia congénita, por no
descubrir más que la verdadera irracionalidad que deslumbra antes de ser
adulto. Otra apariencia en el crisol de reflejos que concierne a una
obra como Pasaje de la noche.
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