Qué bien le sienta a Denise Richards todo lo que se pone. Molan esas chicas de camiseta ajustada que protagonizan las pelis bazofia de asesinos en serie y amigos con derecho a roce. Son esas cheerleaders que mitifican a Estados Unidos y nos hacen olvidar sus índices de obesidad y el Ku Klux Klan. Ese cine del psicokiller para adolescentes con espinillas tiene mucho tirón y el truco está en crear ese imaginario de diosas y adonis que son asesinados en sus pisitos chill-out. Las duchas, las piscinas y los bailes de Halloween nos muestran el esplendor de la silicona y lo efímera que es la belleza, si te clavan un punzón en el esternón o te ahogan en un jacuzzi mientras tus amigas siguen la fiesta del pijama con lencería fina en el cuarto de invitados.
Los gritos orgiásticos antes de morir, los tops ceñidos y la respiración entrecortada de estas modelos son estímulos de una sutil pornografía que vincula la muerte con la belleza más superficial; antes muerta que sencilla, claro está. Ni se despeinan cuando el asesino enmascarado les atiza con el bate o las apuñala en la ducha sin ese erotismo glamouroso que desprendía Janet Leigh en Psicosis, una belleza ejemplar y madura que nada tiene que ver con estas chicas trufadas a Biomanán y bótox. Un San Valentín de Muerte, Seducción mortal o la saga de Scream reflejan la antropofagia que ha arraigado en algunos pueblos sureños de Estados Unidos donde se come carne de caimán y sobre cuyos crepúsculos maravillosamente escribía William Faulkner.
Qué bien le sientan las camisetas a Denise Richards, volviendo al tema.
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