poesía y prosa de la insumisión
Dentro de los aciertos de la editorial Bartleby, sin duda, destacan las ediciones de poetas norteamericanos y esos incunables que creíamos perdidos y descatalogados como Aullido de licántropo, de Carlos Álvarez. Al releer la obra, encuentro nuevamente esa necesidad del Otro para conjurarse contra los tiempos. Un motivo heredado de toda una tradición narrativa de iniciación del héroe. Esa narrativa finisecular de Robert Luis Stevenson o Jonathan Swift describe un mundo de inconformismo ante dogmas victorianos que rechazan nuevas formas de entender las relaciones humanas y afectivas. Carlos Álvarez se nutre de esa escritura para elaborar esta obra ecléctica que confirma la necesidad del desdoblamiento para escapar de una realidad autómata.
Aullido de licántropo protesta contra una realidad social inmersa en los convencionalismos y que condena las diferencias que abarcan desde el ámbito social hasta el compromiso con el arte. Este licántropo es un ser que celebra el mundo desde el vitalismo de ser diferente, pero la realidad es demasiado gravosa para cargar con ella sobre los hombros si eres ese ser extraordinario, cuya dignificación solamente existe en la escritura: “También yo bebo sangre. No presuma/ de ignorar su bouquet, su esencia amarga,/ su densa plenitud nacido alguno” (pág. 132). Es precisamente esa metáfora licantrópica el recurso que utiliza Álvarez para denunciar su periplo por las cárceles franquistas para, lejos del revanchismo, trascender esa denuncia a una sociedad que acata las convenciones antes de ejercer su libertad creadora e instintiva por mucho que los riesgos sean fatales.
La inspiración romántica del glosador y el poeta que escriben a dos manos parlamentan de lo onírico a través de su prosa, proveniente de la literatura gótica, lindando con el expresionismo alemán, con esas resonancias de Dreyer que el poeta o Larry Talbot enuncian también con un verso clásico en cuanto a estructura, pero lleno de arquivoltas modernistas: “La luz del sol que invade lentamente/ los objetos, el sueño,/ despoblando de imágenes la tumba/ diaria/ donde un lento cansancio nos avisa/ puntualísimo y terco a cada ciclo/ del retorno final a los comienzos,/ el sol,/ no es nunca garantía de luz plena (...)”. (pág.71).
Las palabras de Manuel Rico en su estudio introductorio profundizan en ese carácter polimórfico de la obra. Lo poético y la narrativa forman un discurso uniforme en ritmo y musicalidad, porque su lectura es la inmersión en un testamento vital que es una teoría poética en su conjunto. En esa inmersión, los matices de género se diluyen y la obra se convierte, según Rico, en “una estructura compleja en la que la reflexión filosófica, social y política se combina con la narración y los diálogos dando envoltura y sentido adicionales a los poemas”. (pág. 13). Esta reivindicación de lo anómalo, de lo inédito, en la personalidad de Larry Talbot y su licántropo, vuelve a describirnos ese mundo de apariencias exquisitas que olvida al fantasma de Canterville, al auténtico contemplador de la belleza, que procura ser un proscrito cuando las normas son una despreciable patología.
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