No quisiera confundirte, Marta, aunque la naturaleza del lenguaje lo es, tan prevaricadora como ese bosque que soñamos juntos donde los hombres-jabalí nos daban caza. Después nuestra hermosa carne reposaba sobre el altar de los sacrificios. Eran tiempos en los que el humo nos traspasaba y decidimos buscar otras parejas. Tú encontraste al hombre oscuro que coleccionaba ojos de cristal y yo encontré a esa joven, de pelo hostil y rojo, que rezaba en alemán prusiano. Se llamaba J. y despreciaba el cine de Lynch porque era una muchacha sensata y reacia a las metáforas. Sabía elegir su ropa de invierno y arrastraba los pies por amor a sus vecinos zombis. Con el paso del tiempo, descubrí que no estaba hecho para esa mujer que odiaba la ópera de mi cineasta amado y que concluía las visitas al zoo comprando zanahorias para los hombres jabalí que ocupaban esa jaula última y fruto de los antojos.
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