Leo a Balthus. Son sus memorias. Su pintura siempre me ha seducido por la fragilidad de sus figuras, por el misterio de sus evocaciones y una escrupulosa pulcritud a la hora de enfrentarse a la ruptura del tabú. Los textos son un testimonio único de vivir a través de la pintura cada instante de vida. Una oración. Un legado que no reniega de la creación como un hecho religioso. Una apuesta por la tradición de los clásicos para rebasar los límites de la pintura abstracta. Crear una identidad pictórica desde la discreción, la contemplación y la lentitud, inspirada en el portento de Piero della Francesca.
En sus niñas y adolescentes, Balthus reconoce el estado puro de la inocencia, el riesgo de la caducidad. Sus pinturas no han de ser polémicas, sino un tributo a la infancia como estadio vital perpetuo que se aleja de las prisas y los ruidos. Sus palabras describen una letanía que emociona por su transparencia, su concisión y por una obsesiva analogía entre crear y rezar.
Sus memorias introducen ideas tan rompedoras actualmente que emocionan desde su sincero confesionalismo religioso: la pintura debe mucho a las raíces del pasado, la pintura ilumina el mundo desde la evidencia, mejor dicho, es el mundo que celebra la euforia y belleza de la creación divina. Publicadas en Debolsillo, estas memorias de Balthus nos involucran en una profunda experiencia estética, de disfrute personal y reflexión, donde cada pensamiento parece primigenio, una nueva luz para entender mejor nuestro errar en la existencia.
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