jueves, 18 de junio de 2015

Si Buchú no fuese un monstruo azul


Ilustración de Empar Piera


  Cuando los ojos de Buchú se entornaron, los pájaros abandonaron las jaulas y regresaron a los tiernos brotes que aún rumian las borregas y algunos tratantes de mantas.

  Si Buchú dejará de bostezar, el mar dejaría de rugir y lentamente volvería al principio del mundo, a la cavernosa voz que levantaba las montañas con sólo nombrarlas.

  Si Buchú no fuese un monstruo azul, a lo mejor sería el limón que los soñadores caminantes confunden con el sol. Si Buchú no quisiera a los hijos de los que olvidan, asustaría a esos maestrillos de las peonzas rojas que bailan en las plazas y a los ancianos de sombrero de copa que comen higos de chumbera a la vera de los caminos.

  Porque en mi casa encontré una vez un pozo donde Buchú se refrescaba y también descubrí a un sereno que daba las horas a menos cuarto y, después del amanecer, regresaba a la casa de los durmientes niños a los que Buchú nunca molestaba, durmientes niños que más de una vez trabajaron la madera y el carbón para que el ferrocarril siguiera el círculo de las hormigas.

  De Buchú he aprendido que los ancianos que mastican la tierra de los patios jamás duermen y el perro fiel muere siempre junto a su amo. Para los caracoles cualquier superficie es un repecho y, sobre la barriga redonda de Buchú, hay un príncipe que sueña con el sencillo pan de trigo y con los garbanzos tostados en polvo de cal. Siempre hay un tiempo para Buchú, el cálido tiempo de las luciérnagas que escriben en la oscuridad: Bailad y observad siempre.

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