Ilustración de Empar Piera |
Cuando los ojos de Buchú se entornaron, los pájaros abandonaron las
jaulas y regresaron a los tiernos brotes que aún rumian las borregas y
algunos tratantes de mantas.
Si Buchú dejará de bostezar, el mar dejaría de rugir y lentamente
volvería al principio del mundo, a la cavernosa voz que levantaba las
montañas con sólo nombrarlas.
Si Buchú no fuese un monstruo azul, a lo mejor sería el limón que los
soñadores caminantes confunden con el sol. Si Buchú no quisiera a los
hijos de los que olvidan, asustaría a esos maestrillos de las peonzas
rojas que bailan en las plazas y a los ancianos de sombrero de copa que
comen higos de chumbera a la vera de los caminos.
Porque en mi casa encontré una vez un pozo donde Buchú se refrescaba y
también descubrí a un sereno que daba las horas a menos cuarto y,
después del amanecer, regresaba a la casa de los durmientes niños a los
que Buchú nunca molestaba, durmientes niños que más de una vez
trabajaron la madera y el carbón para que el ferrocarril siguiera el
círculo de las hormigas.
De Buchú he aprendido que los ancianos que mastican la tierra de los
patios jamás duermen y el perro fiel muere siempre junto a su amo. Para
los caracoles cualquier superficie es un repecho y, sobre la barriga
redonda de Buchú, hay un príncipe que sueña con el sencillo pan de trigo
y con los garbanzos tostados en polvo de cal. Siempre hay un tiempo
para Buchú, el cálido tiempo de las luciérnagas que escriben en la
oscuridad: Bailad y observad siempre.
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