Las chicas de Seattle ivanden mi perfil de Facebook todos los días. Son mozas devotas de la silicona y del Dr. Frankestein. Algunas se hacen fotos sexys en su gimnasio, con más boca que cuerpo, como si fuese verdad que existiese la barbie choni o la choni barbie. Me gustan que me pidan solicitud de amistad, porque son las chicas de Seattle las que me hacen soñar con que hay un mañana. Seattle, Seattle,... una Atlántida americana donde solo germinan estos bellezones de plástico y escay, y cuyas fotos llenan Face y que me dicen que aún soy un hombre apetecible.
Yo no conozco Seattle, pero debe ser algo parecido como al pueblo de los malditos: genes para rubios correctos, de facciones armónicas y ojos claros. No sé qué buscan estas chicas en mí porque yo no tengo ni dinero, ni fama, ni me parezco a Mario Casas. Espero que no busquen lo que esas niñas preciosas del Pueblo de los Malditos o esas amazonas vampíricas que Tarantino y Robert Rodríguez nos sirven en bandeja para que caigamos en la siniestra seducción del pecado capital que más dinero da a Brazzers, la lujuria.
Pero son las chicas de Seattle las que me hacen soñar con que aún puedo decir "no" a mujeres que luchan por su podio en la mansión Playboy. Las chicas de Seattle hacen posible que yo pueda permitirme el lujo de decidir, por ejemplo, que no me apetece tener como amiga a una discípula de Melania y de las Monster High.
Seattle, te llevo en mi corazón.
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