Un poemario de Joaquín Juan Penalva.
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Llega a mis manos el nuevo poemario de
Joaquín Juan Penalva, Anfitriones de una derrota infinita,
editado por Huerga & Fierro, y no sé si considerarlo como
la mejor obra que he leído de este autor nacido en Novelda.
Sus libros anteriores, La tristeza de los sabios o hiberna,
hibernorum, por ejemplo, intentan descifrar los
entresijos que hay tras ese Universo que todo lo trama desde el
tiempo y los espacios, como si cada cosa mínima, cada
experiencia última, formase parte de una urdimbre inalcanzable
que expresa la propia ambición poética y la naturaleza
devastadora e increíble del cosmos.
Algo así viene a
recordarnos Anfitriones de una derrota infinita, pero la diferencia
frente a los otros poemarios estriba en que todo parece más
personal, más intuitivo, con una declarada intención
por parte del autor de dejarse ver, de mostrarse desde sus defectos,
desde sus proyectos fracasados, desde esa derrota que también
está urdida en algún lance en el que intervienen las
estrellas, lo inasumible de las galaxias y de su tiempo relativo. Citando a Stanislaw Lem, el propio autor lo deja claro en muchos de sus
versos: “No tenemos necesidad de otros mundos. Lo que necesitamos
son espejos”.
Que nadie confunda a Joaquín Juan Penalva dentro de esa nómina absurda de poeta de la experiencia; sería catastrófico. Lo
que nos revela Anfitriones de una derrota infinita es una poesía
de concisión, donde lo elemental no está reñido
con duras reflexiones filosóficas, con aforismos estoicos que
calan, que, sin dejar de tener en ocasiones una irónica visión de la
vida, escriben sobre la frustración, sobre la frustración
creadora y aquella que se vive, siendo un tipo normal que intenta
hacer realidad sus sueños, pero que la vida resuelve por
inescrutables caminos, por derroteros que solamente la poesía,
desde la distancia, es capza de volver a sondear para extraer alguna
lección moral.
La sencillez de su poesía, la carencia
de adjetivación, la desnudez, en definitiva, de su verso
solamente existen para involucrarnos en lo que parece una evidente
preocupación para el autor: el tiempo se escapa y los
espacios, el recuerdo de cada uno de ellos, es la mejor manera de
armarlo, como un orden cronológico absurdo, pero que, desde la
poesía, desde las estrellas, posiblemente tenga alguna razón,
hermosa a la vez que fatalista.
“En Álcazar de San Juan,/
junto a la vía,/ hay un cementerio/ de vagones de tren/
abandonados,/ viejos, rotos .../ En Alcázar de San Juan,/
junto a la vía del tren,/ hay un cementerio/ de historias/
-cada vagón/ guarda la suya,/ cada asiento,/ cada litera,/ la
nuestra-;/ esta es una de ellas”. (pág. 29).
“Tengo un libro lleno/ que me regaló
Yolanda/ hace ya algunos años,/ cuando todavía no tenía
treinta./ Habrá un día en que,/ quizá,/ ya no
quepan en él/ más palabras,/ pero puede que haya sitio/
todavía/ para un poco más/ de vida.” (pág.
35).
“Lo demás .../ es la vida,/ el
tiempo,/ el recuerdo.../ pero, / ¿dónde están
los Casabalnca,/ los cursos de doctorado,/ las tardes de cine, / los
paseos por la feria,/ nuestra vida de entonces?/ Están, ahora
lo sé, en un patio de butacas/ imaginario/ en un tiempo/
muerto,/ en aquellos momentos/ felices”. (pág. 38).
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