Le debo mucho a Santi Segurola. Desde que era pequeño, lo leí y lo escuché en la radio. Era una voz anónima, sin rostro, por algún tiempo. Pero era también la impronta de lo reconocible y lo singular. Lo sigue siendo. Pulcritud, precisión en el énfasis y cierto ornamento en muchas de sus sentencias contribuyeron a que yo lo considere un periodista que advierte en el deporte una estética del bien.
Su perspectiva reside en el reconocimiento de lo chamánico y antropológico que tiene el fútbol y el baloncesto, desplazándolo de la zafia irracionalidad que a veces relaciona el juego con el fanatismo. Segurola también me enseñó a leer a algunos autores malditos, a conocer a directores de cine que hoy forman parte de mi imaginario poético, a cantantes y músicos que mis hijos pequeños escuchan a todas horas mientras yo escribo.
Recuerdo hace dos veranos con Julia Otero que Segurola habló de Marianne Faithful, de su voz rasgada, como si viniera del inframundo. Horses and high heels es un disco que me pone la piel de gallina, Santiago, y esa experiencia de belleza e incertidumbre te la debo a ti.
Querido maestro, bienvenido siempre a mi mundo. Como tú, yo soy también ese hombre que ve en la sencillez y en la ejecución del juego con balón una pieza de Bach.
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