Entre la ópera bufa y un mal esperpento, Sálvame construye un discurso propio donde lo banal crea su propio género literario. Hay algo de Valle y de Mihura en la propia configuración de los personajes. Uno de los secretos del programa es quiza la actitud escéptica de Jorge Javier, sus ínfulas de hombre maldito que valora lo trivial como un prodigio.
Sálvame es el retablo de las maravillas. Es muy cervantino, porque quijotiza la propia prensa rosa manejándola entre una película de Pajares y un melodrama de Corín Tellado. Lo que me gusta de este show es ese colorismo almodovariano, su banda sonora de Minecraft y esas mujeres al borde de un ataque de nervios que suben y bajan de sus tacones en un plató de cabaret.
El estreñimiento de Mila y los belenistas contra Toño, que parece ser el Bárcenas del management, son algunos temas que recientemente comentan sus colaboradores como quien pontifica sobre el sexo de los ángeles. No hay mucha diferencia entre este programa televisivo y algunos plenos de ayuntamiento. Sálvame es la mímesis de las reuniones de escalera, del Concilio de Trento, de algunas asambleas de fiestas locales y de los mítines políticos.
Sálvame es la tertulia política y futbolera, y mi pensamiento más oscuro que se debate entre lo filosófico o ponerme uñas de porcelana.
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