No le gustaba la muñeca hinchable, pero sí los fumadores de opio dentro de su vestidor.
Katy Perry masticaba goma delante del televisor mientras sus tacones de aguja bebían de un pequeño charco de leche. La muñeca hinchable venía con el piso y se desinflaba un poco cada día, al margen de la intranquilidad de una ciudad que se hundía en la corriente de luciérnagas y ventrílocuos.
Tras la lluvia de sapos, Katy agitó su mano derecha y disparó contra la figura de látex que ardió repentinamente y sus restos se evaporaron en la quietud latente de aquella habitación. Los fumadores de opio reían en el interior de la nada y, esperando a que la lluvia cesara para salir a recolectar novelas de Verne, Katy Perry se enjuagó su boca con pólvora líquida.
Se acostó a dormir.
Sus senos se alzaban con cada exhalación, un mar de neutrinos luchando contra los gravitones, hasta que, pasada las siete, se despertó y la muñeca seguía allí, con sus labios vaporizadores. La Magnum respondió como responden las armas americanas y el ser volvió a explotar. Y los fumadores rieron de nuevo y el mar de neutrinos se ajustó a su lencería francesa para que ella saludara al mundo con su benévola sonrisa.
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