No sé si es una actriz frustrada o una vedette frustrada, o esa amante casadera que no dio con su Donald Trump. Lo que Supervivientes y La fábrica de la tele hacen con Yola es extraordinario. No sólo la convierten en un personaje televisivo, capaz de ganar realities con su personalidad de depravadora de seminaristas, sino que también la convierten en el icono de una joven a quien el Tomate le hizo una crónica por sacarse el carnet de conducir y por salir con un chico demasiado silencioso llamado Yago.
Yola es la posmodernidad, una fuerza centrípeta que ha convertido a Telecinco en esa parada de monstruos en el sentido más hermoso y cinematográfico. El culto a la silicona y al trikini, al onanismo nocturno y a esa esencia de Ursula Andress han hecho muy grande a Yola. Y, después de Supervivientes, ella regresará a la caverna, pero seguirá siendo el mito, lo platónico, un ideal decadente de belleza consumida por la erosión de las cámaras y los platós, una elegía de lo que es capaz de hacer la televisión para elevarte y hundirte a la vez. Yola. Yola. No son sus pechos de nitroglicerina, sino su alma de buen salvaje.
Que viva el esperpento.
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