Era uno de los mejores oculistas de Orihuela. Se llamaba Manuel. Como yo. Como mi padre. Su pelo era canoso y alguna vez observé que le temblaba una mano. Mi abuela Fuensanta limpiaba su consulta cada día. Era una sala enorme y yo tenía seis años. Aún recuerdo la luz del mediodía sobre la pátina de aquel suelo encerado.
Yo le pedía una cosa siempre y él, que no tenía nietos, obedecía. Se agachaba y extraía cuidadosamente unas bandejas que guardaba en unos armarios de caoba. Eran ojos de cristal. De todas las formas y colores. Piezas de orfebrería, brillantes. Refulgían perfectos. Ovalados y yo, sin grima, los tocaba. Eran los ojos de muchos cíclopes, un sueño de Dalí hecho realidad entre mis dedos, sin que yo fuese consciente de ese milagro que se convirtió en nuestro secreto.
Manuel Gómez Pardo y sus ojos de cristal. Los míos. Los de hombres del futuro que se convertirían tristemente en criaturas mitológicas.
Una vez me alzó. Era un gigante. No tuve miedo. Me llevó a la calle sobre los hombros. Había mercado y entramos en la ferretería de Los Penalva, y me dio a elegir entre los juguetes más caros. Mi abuela se negó, pero él insistió tanto que ella accedió. Elegí un autobús que colgaba de un gancho. Pero yo lo que quería en verdad eran los ojos de cristal. Los ojos inertes. Los ojos visionarios que alumbraban mi mundo de pequeños monstruos y fábulas todavía insípidas.
Hoy me ato a estos recuerdos. A la figura de un oculista con bata blanca. A la luz de aquella sala de espera donde los cíclopes aguardaban. Manuel Gómez Pardo, mi mundo, mi literatura, mi infancia irrecuperable. Los ojos que aún me consumen desde la quietud de la escritura. Otro tren que se va.
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