Muchos críticos han visto en el nuevo disco de Beck, Morning Phase, una continuación de aquel maravilloso Sea Change (2002). No les falta razón y esa afirmación no desmerece el valor artístico de este nuevo trabajo, una obra atrayente, hipnótica, caracterizada sobre todo por la sutilidad de sus ritmos. Sin renunciar al pop y a ese malditismo del country en la mayoría de sus composiciones,
Morning Phase es la constatación de que Beck ha logrado manejarse perfectamente en un lenguaje autónomo, donde las influencias han quedado solapadas por sus propias resonancias sugestivas, por unos fondos y unas melodías que recurren a distopías envolventes, llenas de lirismo y de una nostalgia intemporal.
Cuando se escucha Morning Phase, uno tiene la sensación de que algo se nos está escapando de esta vida, algo que es maravilloso y que es necesario buscar con ansiedad. Porque la música es un lenguaje tan poderoso que Beck nos incita a involucrarnos en la trascendencia que se encuentra en las cosas mínimas, en la belleza más frágil, con sus repetidas dosis de fatalismo y felicidad, sin renunciar a ese elaborado juego de melodías clásicas que se combina con otro mucho más rupturista.
Ecos, segundas voces, falsetes, sintetizadores, instrumentos de cuerda, reminiscencias postrománticas, minimalismo, entre otras cualidades, persisten en este disco para lograr ese principio de iluminación que los amantes de Beck necesitamos de la música.
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