La vi por el pasillo principal y estaba recién muerta. Caminaba con la laula de pirañas en la mano derecha y en la izquierda sujetaba la bolsa de Mercadona con los productos light. Su cuerpo era ligero y su lencería, amorosamente elegida, destacaba sobre su piel de leche condensada. No temo aquel encuentro, ni que, después de golpearme, me dejara a solas con los perros ciegos. Viva Homero y ese Chejov que Harley leía cada noche antes de acostarse sobre la cama de púas.
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