Andreas Lubitz, en su perfil de Facebook, ya eliminado. / Facebook |
Leo muchos artículos de opinión sobre la mentalidad de Lubitz, entre ellos el de Muñoz Molina del pasado miércoles en El País, Detrás del rostro, y me sobrecoge ese tono complaciente hacia la incompresible decisión del copiloto del Airbus, como si detrás de su historial de depresiones y su caótica percepción del mundo, se descifrara una clase de disculpa o justificación moral que amparase a quien condujo el avión hacia la fatalidad.
Es cierto que la mente del ser humano es compleja y que algunos comportamientos patológicos parecen inescrutables, pero solamente lo parecen. Porque matar es otra cosa y es fácil, muy fácil. Solamente tenemos que remitirnos a la historia más reciente en Europa. Que Muñoz Molina argumente lo inexplicable de la voluntad de Lubitz con ejemplos literarios me preocupa.
Según los datos revelados en la segunda caja negra, debemos aceptar que Lubitz cometió un homicidio, una masacre en toda regla, premeditada y razonada dentro de su malignidad. Un enfermo mental no causa estos desatres, un enfermo mental se autolesiona en la mayoría de las ocasiones o soporta valientemente los nocivos efectos secundarios que hay tras una toma de antidepresivos.
Me parece terrible que Muñoz Molina relacione la irracionalidad de Lubitz, la faceta presuntamente inexplicable de su acción, con la ambigüedad que nos ofrece la ficción literaria, con su capacidad para ensoñar o para adentrarnos en las simas más profundas de la mente. La literatura no es la vida. La literatura no es nada y es mucho, apreciado Muñoz Molina. Un escritor no puede comparar un mero entretenimiento, aunque ocupe toda nuestra vida y sea por lo que vivimos, con la dura realidad de una masacre como la que ha sucedido. La literatura es literatura y nada más y, en la muerte de estos pasajeros, en la muerte de mi padre, de algunos amigos, no hay nada literario, no hay nada inexplicable.
Lubitz no es Hannibal Lecter ni Anton Chigurgh. Detrás de la decisión de Lubitz hubo una acción racional, definitiva, sin trascendencia, muy simple, de fácil ejecución, sin ningún pensamiento significativo que merezca ser analizado. Porque, para estrellar un avión, no hace falta recurrir a lo inexplicable o a lo trascendente.
Porque, como antropólogo, digo que, detrás de la evolución de las guerras y las peores truculencias, hay decisiones sencillas y prácticas, donde lo único que hace falta son valores tan primitivos y monolíticos como el egoísmo. Y en Lubitz coincidió que era un mal enfermo y además, según confirman todas las pruebas, un homicida.
Lo inexplicable, lo valiente, lo inconcebible reside en aquellos enfermos que trabajan todos los días, cuidan de su familia y no faltan a la consulta del psiquiatra. Esos son los verdaderos personajes literarios, los héroes de una tragedia personal donde vivir es un lastre a casa segundo. Detrás de un asesinato, me lo comentan abogados y algunos psiquiatras que han tratado con criminales, hay gente bastante vulgar, con prejuicios, con mucha incultura y muy consentidos a lo largo de su vida. No hay más. La literatura, por muchos ejemplos que hayas citado en tu artículo, no explica nada, no es ejemplo de nada cuando la muerte es tan violenta, tan ruidosa y tan hijaputa.
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