miércoles, 3 de diciembre de 2014

Un discípulo de William Wyler

Mi artículo en Mundiario sobre el fallecido director Richard Attenborough.

Ben Kingsley y Richard Attenborough en Gandhi (1982).

   No me gusta que la despedida de un maestro como Richard Attenborough se convierta en un mero repaso biográfico a su trayectoria profesional a modo de Wikipedia. Como en el caso de Lauren Bacall, quisiera reflejar la impresión que en mí queda de su trabajo, de su proyección artística y estética, que no es otra cosa que una prolongación de su vida en nuestra forma de sentir el mundo.

   Aún recuerdo secuencias de Gandhi y me sobrecoge esa necesidad que tenía Attenborough de hacer del cine un espectáculo de masas, ese afán wagneriano por construir un relato verosímil donde producción, realización, maquillaje y figurantes se convierten en una tramoya increíble para asumir el reto de narrar una biografía tan compleja como la de La India y de su líder enigmático. Porque el cine de Attenborough es el cine de William Wyler y de David Lean, el cine como sinfonía mahleriana, donde la pulcritud no está reñida con una mastodóntica puesta en escena. Es el cine que ya no se hace por los esfuerzos y costes que exige, pero es el cine que perdura.

   Las obras de Attenborough siempre tienden a ser aleccionadoras porque el maestro entendía esa necesidad filantrópica y humanista detrás del relato, como si la obra tuviera que ser siempre moralizante. Toda obra lo es por mucho que se niegue y, en el caso del director y actor británico, es más evidente. Lo vimos en Chaplin, con un notable Robert Downey Jr. o, años atrás, con Un puente lejano. Hombre de teatro y riguroso actor, Richard Attenborough supo encarnar, como Orson Welles, esa doble identidad donde el actor es director.

   Esa simbiosis siempre es beneficiosa porque, como en el caso de Welles, hay siempre detrás de sus películas y de los intérpretes a los que dirige una impulsividad, una vehemencia, que solamente quien conoce bien a Shakespeare es capaz de concebir. Un ejemplo es esa tragicómica oda a la Segunda Guerra Mundial de Sturges, La gran evasión, con el Steve McQueen menos serio que recuerde y donde Attenborough maquina y dirige, como si en su personaje de Roger Bartlett hubiera también mucho de su vocación.

   Attenborough es otro símbolo del cine como espectáculo y entretenimiento, sin dejar de lado la responsabilidad moral que una producción dirigida al gran público tiene. Su cine ahora, como el de Lean o Wyler, es transgresor, porque, salvo alguna aventura de Ridley Scott, nadie se atreve a convertir el cine en una espartana hazaña en el tiempo, donde tan importante son los preparativos como el resultado.

   Ahora, descansa Lord y disfruta con el vuelo del Fénix.

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